La reciente publicación del Inegi sobre la pobreza en México ha sido presentada por el gobierno como un triunfo irrefutable de su política social. Las cifras, efectivamente, parecen hablar por sí solas: 13.4 millones de personas salieron de la pobreza multidimensional entre 2018 y 2024.
Sin embargo, detrás de estos números aparentemente contundentes se esconde una realidad mucho más compleja y menos halagüeña. Un análisis serio obliga a ir más allá del titular y a cuestionar no sólo los métodos, sino las conclusiones que de ellos se extraen.
Millones de personas, gracias principalmente a los aumentos al salario mínimo, han logrado superar por unos cuantos pesos la línea de ingresos designada, pero siguen sumidas en la misma precariedad de siempre.
El primer punto de controversia, y quizás el más crucial, es la metodología. El modelo de medición multidimensional, heredado del extinto Coneval, establece umbrales de pobreza tan bajos que rayan en lo indecente.
¿Cómo podemos considerar que una persona en una zona rural ya no es pobre si sobrevive con 3 mil 296 pesos al mes? ¿O una en zona urbana con 4 mil 564 pesos? Estos ingresos, que apenas alcanzan para la más básica subsistencia, no constituyen un pasaporte a una vida digna, sino un recordatorio de la precariedad que se normaliza.
La medición de las “carencias sociales” es igualmente laxa: se considera que una persona tiene acceso a la salud si está afiliada a cualquier institución, sin importar si en la clínica no hay medicamentos o si debe recurrir a un doctor privado que no puede pagar. Se da por satisfecha en educación si simplemente asiste a una escuela, aunque ésta carezca de infraestructura y maestros capacitados.
Este rigor estadístico tan flexible explica la aparente paradoja que revelan los mismos datos del Inegi: mientras la pobreza disminuye, la población vulnerable por carencias sociales aumentó en 9.2 millones de personas. Esto no es una contradicción, es la clave para entender lo que realmente ocurre. Lo que estamos presenciando no es una erradicación masiva de la pobreza, sino un traslado estadístico.
Millones de personas, gracias principalmente a los aumentos al salario mínimo, han logrado superar por unos cuantos pesos la línea de ingresos designada, pero siguen sumidas en la misma precariedad de siempre: sin seguridad social, con viviendas endebles y con una alimentación que dista mucho de ser nutritiva y suficiente. Han migrado de la casilla de “pobres” a la de “vulnerables”, pero su realidad material no ha mejorado de manera sustancial.
La fragilidad de este “progreso” se hace evidente con la metodología alternativa de Julio Boltvinik, el Método de Medición Integrada de la Pobreza (MMIP). Este enfoque, que sólo será publicado por Evalúa CDMX, introduce un concepto ausente en la medición oficial: la población en “satisfacción mínima”.
Se trata de aquellos que, si bien técnicamente superan los umbrales de pobreza, lo hacen por un margen tan estrecho que cualquier imprevisto, una enfermedad, la pérdida del empleo, una sequía, los precipitaría de inmediato de vuelta a la pobreza.
Según estimaciones previas, este grupo representaba alrededor de 15.8 millones de personas en 2022. Es altamente probable que la supuesta reducción de la pobreza reportada por el gobierno haya engrosado, sobre todo, este estrato de malestar precario, no las filas de una incipiente clase media.
Este es el meollo del asunto: la brecha entre la estadística y la vivencia cotidiana. La gente no vive de puntos porcentuales, sino de la capacidad de llevar a sus hijos al médico, de poner un plato de comida completa en la mesa todos los días y de dormir sin miedo a que el siguiente mes no alcance.
El hecho de que los programas sociales hayan tenido un impacto marginal según organizaciones como Oxfam, debido a su falta de progresividad y cobertura, revela que la mejora, aunque real para algunos, descansa sobre bases frágiles y dependientes casi exclusivamente de la política salarial.
Por ello, celebrar estas cifras sin crítica es un ejercicio de autoengaño. No se trata de negar los avances, sino de contextualizarlos y exigir que no se nos vendan como una victoria absoluta cuando aún queda un abismo por recorrer.
La verdadera lucha contra la pobreza no se gana ajustando parámetros estadísticos, sino con una transformación estructural: generando empleo formal bien remunerado, garantizando servicios de salud y educación de calidad universal, e invirtiendo en infraestructura que mejore la vida de las comunidades.
Las cifras del Inegi no son una mentira, pero son, en el mejor de los casos, una verdad a medias. Y una verdad a medias puede ser tan peligrosa como una mentira completa, porque adormece la urgencia, aplaude lo insuficiente y desmoviliza a la sociedad.
El verdadero termómetro de la pobreza no está en los informes técnicos, sino en la mesa de cada familia mexicana. Y hasta que su contenido no cambie de manera tangible y permanente, la misión estará inconclusa.
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