En México, la promesa de terminar con la pobreza ha sido, durante décadas, un caballo de batalla de los discursos políticos. La lucha contra este flagelo se ha convertido en un lugar común en las campañas electorales, donde los candidatos prometen, con fervor, transformar las condiciones de millones de mexicanos.
Sin embargo, la realidad nos devuelve a un punto inquietante: a pesar de los ingentes recursos destinados a programas sociales, la pobreza sigue siendo una constante, perpetuando desigualdades estructurales que limitan el desarrollo del país.
Sin una política fiscal progresiva que redistribuya la riqueza y una inversión significativa en infraestructura y servicios de calidad, los programas sociales seguirán siendo un paliativo, no una solución.
Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), entre 2008 y 2022, se invirtieron 17.21 billones de pesos en programas sociales federales. No obstante, en lugar de reducir significativamente los índices de pobreza, estos han mostrado altibajos.
Aunque en 2022 se reportó una disminución al 36.3 %, todavía 46.8 millones de mexicanos viven en pobreza, de los cuales 9.1 millones están en pobreza extrema. Estas cifras, lejos de ser motivo de celebración, evidencian la limitada efectividad de las políticas asistenciales.
Los programas sociales actuales, basados principalmente en transferencias monetarias, parecen diseñados más como instrumentos políticos que como soluciones estructurales. Aunque estas ayudas permiten paliar necesidades inmediatas, no abordan las raíces del problema.
En el caso de la pobreza alimentaria, por ejemplo, millones de personas enfrentan inseguridad alimentaria severa, mientras que los recursos destinados a este sector no consideran aspectos como la nutrición adecuada ni la distribución eficiente de alimentos frescos.
El impacto de esta situación recae principalmente en los niños. La desnutrición crónica durante los primeros años de vida genera daños irreversibles en su desarrollo físico y cognitivo, condenándolos a un futuro limitado y perpetuando el círculo de pobreza.
Este fenómeno no sólo afecta a las familias en situación de vulnerabilidad, sino que también compromete el desarrollo económico y social del país en su conjunto.
El nuevo gobierno federal, encabezado por Claudia Sheinbaum, ha destinado un 60 % del presupuesto de 2025 a programas sociales del Bienestar, pero ha reducido recursos en áreas clave como seguridad, salud, medio ambiente y cultura. Esta decisión deja entrever que los criterios utilizados en la política social siguen siendo insuficientes.
Sin una política fiscal progresiva que redistribuya la riqueza y una inversión significativa en infraestructura y servicios de calidad, los programas sociales seguirán siendo un paliativo, no una solución.
La transformación social requiere mucho más que políticas públicas bien intencionadas. Se necesita un movimiento colectivo que trascienda las promesas de campaña y las políticas electoreras.
Los mexicanos, especialmente quienes padecen directamente las consecuencias de la pobreza, deben organizarse y exigir soluciones reales. Las grandes transformaciones sociales han sido, históricamente, resultado de la acción conjunta de las masas populares, y en México, este principio no es la excepción.
Es imperativo que se redefina la estrategia nacional contra la pobreza, priorizando la creación de empleos bien remunerados, el acceso universal a servicios de calidad y una reforma fiscal que alivie la carga de los sectores más vulnerables.
Además, la sociedad civil, organizaciones como el Movimiento Antorchista Nacional y otros actores deben tomar un rol protagónico en la construcción de un México más justo y equitativo.
En conclusión, la pobreza en México no puede resolverse únicamente con programas sociales basados en transferencias monetarias que, aunque paliativos, no atacan las causas estructurales del problema. Las cifras evidencian que estos esfuerzos han sido insuficientes para garantizar una vida digna a millones de mexicanos, especialmente a quienes enfrentan pobreza extrema e inseguridad alimentaria.
Es obligatorio un cambio en la estrategia, que priorice la creación de empleos bien remunerados, la mejora de la infraestructura educativa y de salud, y una reforma fiscal progresiva que alivie la carga de los sectores más vulnerables. Sin estas medidas de fondo, los programas sociales seguirán siendo herramientas políticas en lugar de soluciones reales.
Además, la solución no puede recaer únicamente en el gobierno. La organización social y la participación activa de la ciudadanía son fundamentales para transformar un sistema que perpetúa las desigualdades.
Sólo con un esfuerzo colectivo, que involucre a todos los sectores, será posible construir un México más justo, equitativo y próspero, donde la pobreza deje de ser una condena para las generaciones presentes y futuras.
En última instancia, es responsabilidad de todos los mexicanos cuestionar el modelo actual y trabajar hacia un sistema que coloque a la dignidad humana en el centro. La pobreza no es un destino ineludible, sino una construcción social que podemos y debemos transformar.
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