Surgidas de las catástrofes y vicisitudes por las cuales la humanidad ha atravesado a lo largo de su historia, múltiples manifiestos artísticos han repercutido en la conciencia de los individuos y el colectivo en general. De manera natural, estos sucesos han sido causa de profunda inspiración y reflexión para los respectivos autores de dichas obras. Ingenuamente, muchos de los espectadores interpretan de manera errónea e inclusive son víctimas de su propio prejuicio, generando no solamente un concepto erróneo, sino que también de manera inconsciente, un rechazo casi irremediable.
Históricamente, las masas populares han sido enajenadas de sus propias riquezas, incluyendo las artísticas. Sometidas a un sinnúmero de mecanismos de represión, los pueblos han sufrido brutales procesos de tergiversación de su propia cultura y la imposición de concepciones superficiales que impiden la generación de una conciencia que sea capaz de asimilar y deleitarse de las bellas artes, incluyendo las más crudas y críticas. Este ciclo de producción artística que comienza por el pueblo, quien es el generador de lo bello -no solo en términos estéticos-, que manifiesta lo que siente a través de sus cantos, pinturas, dramaturgias, escritos, bailes, monumentos etc., ha sido cruelmente despojado de todo aquello que alguna vez forjó tradiciones, costumbres y modos de vida. El ciclo fue interrumpido, la desigualdad económica que hoy lacera al mundo, determinó a las sociedades su cultura.
Lo que alguna vez fueron en nuestro país las bellas calles empedradas, las monumentales catedrales, deslumbrantes murales, historias narradas al son de guitarrones, movimientos llenos de gracia en las danzas y en los bailes populares, y versos perfectamente medidos, hoy abundan las rectas y grises autopistas, las bestias de concreto y acero denominadas rascacielos, movimientos causantes de risa, imágenes abstractas y "fundamentalistas", balbuceos al compás de la monotonía y jeroglíficos pretenciosos que caen en lo absurdo. Las bellas artes se les venden a las masas, se le vende su práctica, se le vende su posesión y también su producción.
El ejemplo quizá más ilustrador del interrumpido ciclo arte-pueblo, es el estadounidense Andy Warhol, nacido en Pittsburgh, Pensilvania, el 6 de agosto de 1928. La obra de tan famoso "artista" retrataba a la perfección la sociedad de consumo capitalista estadounidense del siglo XX, exponiendo a las figuras más icónicas del momento; actrices, políticos, empresas, músicos, deportistas, etcétera, pero su enfoque no era desde una perspectiva crítica a la tan superficial cultura norteamericana, por el contrario, ésta tenía como propósito ser un "miembro" más de la cúpula millonaria de aquel país, y vaya que lo consiguió, ya que sus pinturas terminaban siendo una mercancía elitista, codiciada entre los estadounidenses.
En contraparte, podemos encontrar al mexicano -y chihuahuense- David Alfaro Siqueiros. Nacido en el municipio de Camargo, el 29 de noviembre de 1896, el muralista -de una indudablemente mejor calidad artística- retrató de manera magistral la marginación; la pobreza, la desigualdad, la Revolución, las tradiciones y la grandeza de un pueblo; consecuentemente, generó una enorme conciencia crítica, un alma sensible y empática entre los hombres de esta nación. Dichos problemas, retratados por Siqueiros hace más de 100 años, siguen vigentes en la actualidad. En esta crisis capitalista del arte, se suma la falta de autores que reivindiquen y se coloquen en la vanguardia del arte auténticamente nacionalista, que critiquen a través de las bellas artes el tan corroído sistema económico y político. El arte debe regresar completamente a su matriz: el pueblo, aunque esto signifique ver su cruel realidad, para posteriormente cambiar su destino.
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