"Al final del día, no podríamos decir que ganamos todos los puntos que México planteó, porque eso no sería honesto, [pero] no hay tarifas, presidente, y salimos con la dignidad intacta", dijo Marcelo Ebrard en el evento celebrado en Tijuana el pasado 7 de junio. Muy bien: "no ganamos todos los puntos que México planteó" ¿pero entonces qué sí ganaron? ¿Que no se impusiera el 5% de tarifas y que nuestra dignidad nacional no fuera mancillada? Antes que todo, seamos honestos: el Gobierno de México no ganó nada en las "negociaciones" que tuvieron lugar en Washington. Ya estaba derrotado antes de sentarse a la mesa; las pláticas de Ebrard y compañía solo fueron para acordar los términos de la derrota. O aceptaban hacerse cargo de la crisis económica que significarían los aranceles, o aceptaban lidiar con la crisis migratoria reteniendo en México a todos los migrantes que buscan llegar a suelo estadounidense. Eligieron lo segundo. ¿A cambio? Nada.
Lo dijo más claro el diario español "El País" en un artículo publicado el 9 junio: "México intenta convertir en una victoria el acuerdo con Trump". En efecto, después de que el 7 de junio se anunciara que la delegación mexicana y su contraparte estadounidense habían alcanzado un acuerdo, el evento de protesta que Andrés Manuel había anunciado para el 8 de junio en Tijuana, se convirtió en un mitin de festejo. Gobernadores, secretarios, senadores, diputados y hasta líderes religiosos (?), acompañaron a AMLO en el templete, para dar el anuncio de que México había logrado sortear la tempestad y salía con la frente en alto. El "Acto de Unidad en Defensa de la Dignidad de México y a favor de la Amistad con el Pueblo de los Estados Unidos" fue un show en el que el Gobierno de México hizo todos los aspavientos posibles para negar la dura realidad: que, a pesar de toda su dignidad, México es un país sometido a los designios del imperialismo gringo. Veamos.
Preocupado por asegurar su reelección, Donald Trump decidió apostar fuerte y eligió jugar con el tema migratorio. El 1 de junio, el magnate rubio publicó en Twitter: "El 10 de junio los Estados Unidos impondrán tarifas del 5% a todos los bienes provenientes de México, hasta que paren los migrantes ilegales que entran a nuestro país desde México. Las tarifas aumentarán gradualmente hasta que sea remediado el problema de la inmigración ilegal". Luego anunció que los aranceles podrían llegar a ser de hasta el 25% en octubre si México no cumplía las condiciones exigidas. Con esto, Trump buscaba asegurar el voto de los estadounidenses racistas, aquellos que votaron por él cuando les prometió que construiría un muro en la frontera con México para detener a los migrantes. Al encontrar problemas para erigir un muro real, el magnate optó por entregarles a sus votantes algo diferente, pero que los dejaría satisfechos: obligaría a México a hacerse cargo del problema migratorio. El tema de los aranceles y los migrantes nació, pues, fundamentalmente del calendario electoral de los vecinos del norte.
Apenas se enteró del anuncio trumpista, Andrés Manuel mandó a Marcelo Ebrard a Washington a "negociar" una salida a la crisis. ¿Realmente fue a negociar el secretario de Relaciones Exteriores? Nada de eso. Una negociación implica que las partes involucradas cuenten con elementos tales que se cree cierto balance entre ellas. La existencia de ese "equilibrio" es indispensable para que las partes contrarias se sienten a dialogar pacíficamente en una mesa. Pues esto es precisamente lo que no existe entre México y Estados Unidos. Las relaciones son tan asimétricas, tan descomunalmente grandes de un lado y tan sometidas del otro, que entre sus gobiernos no puede haber negociación alguna. Lo que ocurre, entonces, es simple: luego de una parafernalia en la que el trato entre Estados es digno, respetuoso y "civilizado", Estados Unidos se impone y México obedece.
Así que Ebrard no fue a negociar, como lo prueba el hecho de que lo tuvieran esperando un par de días sin que el canciller pudiera entrevistarse con ninguno de los secretarios clave del gobierno norteamericano. ¿Y mientras tanto qué decía el flamante presidente de la Cuarta Transformación, cuya simbología incluye a Hidalgo, Morelos, Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, y que repite ad nauseam la máxima de Vicente Guerrero, "la patria es primero"? Cuestionado por los periodistas en la mañanera del 7 de junio, Andrés Manuel prefirió quedarse callado mientras con ambas manos hacía símbolos de victoria. "Soy dueño de mi silencio", dijo. Y nada más. Sí, nada más. Días después, al enterarse de que ya se había llegado a un acuerdo para evitar los aranceles, rompió el silencio y expresó: "al presidente Donald Trump no le levanto la mano en puño cerrado, sino una mano abierta y franca". Una mano abierta y franca, luego de que Trump pusiera a bailar a México al son del calendario electoral estadounidense.
Sería irracional exigirle al Presidente de México que responda "a la altura" al Presidente de Estados Unidos. Demandar que el mandatario mexicano asuma un tono discursivo que confronte al mandatario estadounidense no tendría ningún sentido; no es un asunto de discursos, de salir con la frente en alto y la dignidad intacta. ¿Qué se le puede exigir entonces a Andrés Manuel en su papel de Presidente? Dos cosas. La primera: menos circo y más verdades. Es una ofensa para el pueblo de México que se presente con bombo y platillo, como una victoria, lo que fue un simple sometimiento a las órdenes imperialistas. Por un lado AMLO dice a los cuatro vientos "no puedo permitir a nadie que se atente contra la soberanía de nuestro país, y menos que se establezca una asimetría injusta, indigna para nuestro gobierno y humillante para nuestra nación", y por el otro promete a Trump cumplir con todos los compromisos firmados. Al pueblo hay que hablarle con la verdad.
La segunda exigencia es quizá la más importante. México debe aprovechar la coyuntura internacional -el progresivo desgaste del imperialismo estadounidense y el ascenso de economías como la china- para disminuir su dependencia económica del mercado estadounidense. Solo así, diversificando sus relaciones económicas, México adquirirá una soberanía más sustantiva. Es verdad que Estados Unidos cuida con celo que sus rivales –China en primer lugar- no metan las manos en lo que considera su coto de caza, pero es momento de que el Gobierno de México comience a tomar decisiones propias en este terreno. De no ser así, México seguirá bailando al son que le toquen al norte del Río Bravo. A otros gobiernos –los neoliberales de la mafia del poder- quizá se les perdonaría su servilismo ante el imperialismo yanqui, pero este es el de la Cuarta Transformación, ¿no? A ver si aquí sí hay cambios, aunque ¿qué se puede esperar de una izquierda posneoliberal que suspira por un renovado tratado de libre comercio que atará más a los mexicanos a la declinante economía estadounidense? Ya veremos...
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