Recuerdo que fue una mañana durante el curso de verano en el Instituto Macuilxóchitl, allá en aquella casa de color verde pistache, con sus mosaicos de granito y sus paredes y duela de madera, en un salón con un gran ventanal.
Estábamos tomando clase de pintura con el maestro Óscar cuando llegó alguien (que no recuerdo) a dar la triste noticia de que el director de esa institución, el director de la Compañía Nacional de Teatro del Movimiento Antorchista y de los grupos culturales, había fallecido. Momentáneamente se hizo un silencio; todos los que estábamos ahí éramos de nuevo ingreso y pocos sabíamos quién era ese personaje.
Siempre oí decir que Víctor Puebla amaba la vida, el teatro, la poesía, la danza, la música, a sus hijos y a Antorcha; que no quería que estuvieran tristes por su partida y que lo despidieran con una fiesta donde hicieran lo que él hacía. Y así fue.
Pasados algunos segundos, una de las que hasta ese momento había sido de las más pequeñas en la compañía rompió en llanto diciendo con vehemencia que “él había prometido que volvería”. Era, pues, una promesa hecha a sus hijos hacía pocos días por aquel que yacía inerte, quizá ya en su ataúd, para volver a su querida morada.
Las clases pararon, y los integrantes de la compañía nos dirigimos al entonces teatro Hermanos Soler, ubicado en la 5 poniente, que se arregló como si de una fiesta se tratara para recibir al maestro Víctor. El maestro de pintura con el que nos encontrábamos realizó rápidamente un gran retrato del maestro que se colocó en el centro del patio; se pusieron telas negras drapeadas, sillas y muchos arreglos florales.
No recuerdo a qué hora llegó la carroza ni cómo transcurrió tan rápido el día. Lo que sí recuerdo es que, al anochecer, el patio estaba llenísimo de personas que no conocía, pero que estaban muy tristes ante el cuerpo de su amigo, su colega, su maestro.
Siempre oí decir que Víctor Puebla amaba la vida, el teatro, la poesía, la danza, la música, a sus hijos y a Antorcha; que no quería que estuvieran tristes por su partida y que lo despidieran con una fiesta donde estuvieran haciendo lo que él hacía. Y así fue.
Esa noche, justo a esta hora, se presentaron las obras que al Divo le gustaban; obras que adaptó, como Troyanas, en la que sus actrices lloraron como nunca, y como según cuentan, a él le habría gustado que saliera en su función.
Vi por primera vez actuar a los maestros Alejandro y Serafín, interpretando una obra que él escribió, Divertimento Poblano. Aún con el corazón desconsolado, hicieron reír a la audiencia, recitaron las poesías que le gustaba recitar o escuchar, las canciones que él cantaba en sus bohemias: “Paloma negra”, “Vámonos”, y los bailes que disfrutaba como Las bodas de Luis Alonso.
Así fue el adiós del querido Divo de Puebla, que hoy por hoy es un gran ejemplo para todo el antorchismo nacional y un emblema artístico y cultural.
El gran Divo deseaba que la cultura y el arte se masificaran, que se llevaran hasta los lugares más recónditos, porque entendía que esto estaba elitizado y sólo unos cuantos, los que tienen los recursos para pagarla, son quienes tienen acceso a ella.
Antorcha hoy por hoy sigue los consejos del gran Divo, que siempre vivirá en los corazones de los antorchistas que lo conocimos y que lo admiramos.
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