MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Sobre las causas de la desigualdad, de Grecia a Pekín

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«Iban en sombra envueltos en la noche desierta entre la oscuridad por la vacía morada de Plutón y los reinos sin vida […]. En frente del vestíbulo, al entrar en la misma hoz del Orco (Caos), el Dolor ha plantado su cubil y los Remordimientos vengadores y los pálidos Morbos y la triste Vejez. Allí el Miedo y el Hambre, maligna consejera, y la odiosa Pobreza, espantosa de ver, y la muerte y la Pena. Allí el Sueño, hermano de la Muerte y los Goces del ánimo malignos. Y en el umbral frontero la Guerra, portadora de muerte, y en sus lechos de hierro las Euménides, y la Discordia en furia, anudados con ínfulas sangrantes sus cabellos de víboras».

Así describe Virgilio, en su Eneida, el vestíbulo del Infierno. La pobreza y el hambre habitan, junto con el miedo y la pena, los peldaños superiores del inframundo. Estas malignas deidades que ubica Virgilio en el Hades tienen como objetivo entristecer y oscurecer la vida de los hombres; su razón de ser, su existencia, sólo se realiza en el momento en el que han clavado sus garras sobre el cuerpo de seres a los que vuelven y transforman en miserables.

La desigualdad y la miseria no son exclusivas de nuestros días. Desde la aparición de la propiedad, la división entre los hombres se hizo necesaria, de distintas formas y maneras. El proceso de desarrollo fue complejo y lleno de contradicciones. A pesar de que, por razones explicativas, solemos dividir la historia siempre entre dos clases en contradicción, no fue hasta la entrada del capitalismo que lograron definirse dos grupos sociales antagónicos.

Antes de eso, la cantidad de estamentos existentes hacía muy compleja la categorización de los grupos sociales y, por lo mismo, la comprensión del funcionamiento estructural de toda sociedad. No era posible, por razones históricas, demostrar la desigualdad como un problema puramente económico; a pesar de los esfuerzos pujantes de la filosofía, distaba la historia todavía de encontrar las herramientas que surgirían de su propio seno para explicarse la raíz de los problemas sociales. «La ventaja de haber nacido tarde, es que conocemos los círculos por los que discurre el mundo» y, abusando de nuestra posición, creemos estar por encima de épocas y civilizaciones pasadas cuando, en realidad, en ellas no se encontraba viva la posibilidad de acceder a este conocimiento.

Así, muchos fueron los esfuerzos por explicar la raíz de la desigualdad. Desde castigos divinos hasta implacables dioses que, por razones sólo a ellos accesibles, se ensañaban sobre la suerte de un grupo específico dentro de la sociedad a quienes hacían padecer las desgracias que el destino les tenía reservadas. Sin embargo, los esfuerzos no fueron vanos; encontramos en los mitos, cantos y poesías, acercamientos significativos a la raíz del gran problema social.

De esta manera Hesíodo canta en su Teogonía al describir a la edad de oro: “que vivía sin cuidados, sin vejez, sin miseria, sin exclusiva apropiación de las cosas, puesto que todos los bienes a todos pertenecen”. La felicidad radicaba, pues, en la propiedad común de las cosas.

Virgilio, remontándose también a esta edad dorada, que bien podría asimilarse a la cumbre del comunismo primitivo, pone en boca de Evandro: “Floreció en su reinado la edad de oro, así se llamó. En tan plácida paz gobernaba a sus pueblos, hasta que poco a poco, desluciendo su brillo, surgió un tiempo peor y sobrevino en frenesí guerrero y el afán de poseer”. La caída, esa misma caída que retomaría el cristianismo, surge precisamente en el momento en que nace en el hombre “el frenesí de poseer”. ¿No es el Paraíso una reminiscencia de esa “Edad Dorada”? Una Edad que los griegos recuerdan floreciendo en el jardín de las Hespérides «donde un gran pueblo vivía una vida inteligente y piadosa, en un entorno de benignidad jamás igualada». Sócrates dice en su República sobre la forma de vida que deberán llevar los gobernantes en su Estado: «Nadie poseerá bienes en privado, salvo los de primera necesidad. En segundo lugar, nadie tendrá una morada ni un depósito al que no pueda acceder todo el que quiera.». No aplica este estoico modo de vivir a todos los habitantes, únicamente lo propone para los gobernantes quienes, privados del frenesí de poseer, sabrán tomar las disposiciones correctas.

No sólo fueron Hesíodo, Homero, Sócrates y Virgilio quienes consideraron la propiedad como la raíz de todos los males sociales; la historia en su desarrollo agravó las diferencias y las desigualdades volviendo siempre, aquellos que comprendían y pretendían solucionar las miserias humanas, a encontrar, en la apropiación de la riqueza en pocas manos, el origen de la miseria y la infelicidad de los pueblos.

Fue tal vez Jesús, el último gran pensador de esta línea, en la que el ansia de un Paraíso redentor lo hizo volverse con mayor fuerza hacia los causantes del daño. Más allá de las interpretaciones especulativas, a las que Jesús fue ajeno, y que aparecerían hasta el siglo III, la idea del padre del cristianismo era sucinta y clara, sobre todo para los pobres a quienes les dedica vida y pensamiento: «¡Malditos vosotros ricos –decía– porque tenéis vuestro consuelo! Malditos vosotros, que siempre estáis saciados, ¡porque tendréis hambre! ¡Malditos vosotros, que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!» (Lucas 6, 24-25)

No hay duda alguna de que, para los más grandes pensadores de la antigüedad, el origen de la miseria humana radicaba en la propiedad injustamente distribuida entre los hombres. Más allá de su concepción del ser humano, en el que la idea de clases sociales no estaba siquiera esbozada, ya observaban el mundo erigido sobre la propiedad privada, como el mundo perdido de una civilización superior a la que no deberíamos dejar de pugnar por regresar.

Sin embargo, la causa de la propiedad, el origen de la apropiación y la desigualdad escapaba a su razonamiento, precisamente porque no había condiciones que lo hicieran visible. ¿Era la desigualdad producto de la maldad humana como planteaba Platón? ¿Debía buscarse en el carácter individual la raíz del mal? ¿La solución al problema estribaba en llamados moralizantes al desprendimiento y la caridad? Era más complicada todavía y, después de una época de oscuridad en este sentido, una nueva pléyade de filósofos y políticos se abocaron a su investigación, dando origen al utopismo, a cuya cabeza resplandecía el valiente pensamiento de Tomás Moro, que analizaremos en la segunda parte.

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