A las 8:15 hora local (23.15 GMT) del 6 de agosto de 1945, "Little Boy" ("Muchachito"), una bomba de uranio, fue arrojada por un bombardero B-29 estadounidense sobre la Ciudad de Hiroshima y causó la muerte de 75 mil personas al instante y otras 25 mil en las fechas posteriores, aunque hay quienes afirman que el total no baja de 140 mil. Actualmente hay más de 150 mil supervivientes a ese ataque, con una edad media de 82 años.
El 9 de agosto de 1945, apenas días después del horror vivido en Hiroshima, Japón recibía el segundo bombardeo atómico en Nagasaki, "Fat Man" ("El Gordo") una bomba de plutonio. La explosión atómica, equivalente a 21 mil toneladas de TNT, destruyó un área de varios kilómetros de diámetro, matando a unas 75 mil personas. Como consecuencia del ataque nuclear, el 15 de agosto el emperador Hirohito presentaba la capitulación del país asiático.
Ambas bombas y todas esas muertes eran innecesarias en realidad, pues la Segunda Guerra Mundial prácticamente había concluido desde la toma de Berlín por el ejército rojo. El 8 de mayo el Mariscal de Campo Wilhelm Keitel presentó la capitulación de las fuerzas alemanas al Mariscal Zhúkov en el cuartel general del ejército soviético en Berlín-Karlshorst poniendo fin a la II Guerra Mundial en Europa. Pero el emergente imperio norteamericano, el más poderoso y cruel del mundo, aprovechó la oportunidad para imponer su dominio terrorífico ante el mundo entero, con una demostración de poder destructivo, a modo de amenaza contra quienes intentaran rebelarse.
Y es cierto, el infierno desatado por semejantes artilugios no tiene comparación con nada anterior, ni con nada salido de las mentes más creativas de la literatura de terror o de ficción. Pero la consciencia del mismo, a diferencia de lo que desean los poderosos dueños del planeta, es necesaria, mas no para que el miedo nos aniquile o paralice, sino para entender la necesidad de evitar la hecatombe nuclear, y para hacer efectivamente lo que sea necesario para evitarla.
Conocer el testimonio de aquel infierno es necesario para todos los hombres de buena voluntad, pero sobre todo para quienes han aceptado la tarea de trabajar para construir ese nuevo mundo, sobre todo ante el nuevo ascenso de la amenaza nuclear que, de desatarse, acabaría con la especie humana sobre la faz de la tierra. Debemos hacer parte de nuestras convicciones la consciencia de que eso debe evitarse a como dé lugar.
Un "superviviente casual", Toyofumi Ogura, maestro de Historia en la Universidad de Hiroshima, describe que ese 6 de agosto de 1945, notó "un destello de luz blanca azulada, como el que produce la ignición del polvo de magnesio, y un fulgor inundó el cielo". Se arrojó al suelo, luego observó una masa de humo "en forma de cumulonimbo" que hervía furioso hacia el cielo y sobre él "un hongo monstruoso del que descendía un pie muy ancho, parecido a un tornado".
En aquel preciso instante caminaba a unos cuatro kilómetros de la ciudad. Su esposa Fumiyo, menos afortunada, fue sorprendida por la bomba delante de unos almacenes. Se desmayó allí mismo y murió dos semanas después, tras una agonía dolorosa por las lesiones ante las cuales, la ciencia médica nada podía. No eran convencionales, no había signos externos traumáticos. Nadie sabía que existía una enfermedad por radiación, que cambiaba el grupo sanguíneo de los afectados, minaba sus glóbulos rojos y blancos y les provocaba hemorragias internas. Los enfermos comenzaban a descomponerse y pudrirse en vida: las lombrices intestinales abandonaban sus cuerpos antes de que muriesen.
El espectáculo de la agonía de su esposa llevó a Toyofumi al inexplicable deseo de informar mediante cartas a su fallecida mujer lo que había ocurrido tras su muerte. Durante un año escribió nota tras nota. El 6 de agosto de 1946, en el primer aniversario del infierno, escribió la última,
Para 1948 ningún libro se había publicado sobre la catástrofe, pese a la amplia cobertura en prensa. Un editor animó a Toyofumi Ogura a relatar su experiencia personal. Releyó sus notas, las rehízo levemente y, ese mismo año, tras sortear la censura de los aliados, vieron la luz como Cartas a mi difunta esposa. Notas sobre la bomba atómica de Hiroshima.
"Cualquier político o militar que leyera este libro perdería las ganas de hacer la guerra", escribe el escultor Kotaro Takamuro en la introducción a la edición española. Nosotros, más objetivos que el artista, sabemos que los promotores de la guerra no tienen alma y son capaces de sacrificar a su propia patria y a su propia madre si sus intereses así lo requieren. Pero en lectores menos interesados sí tiene ese y otros efectos que la convierten en una lectura necesaria.
"Había dejado de existir, en tan solo tres horas, la sexta ciudad más grande de Japón, con una población de 400 mil habitantes y conocida como la ciudad del agua por estar situada sobre los deltas de siete ríos, había desaparecido".
"Ruinas, escombros, algún edificio sobresaliendo entre la desolación. ¿Y la gente? Se habían concentrado en el monte Hijiyama para ponerse a salvo. Casi todos iban descalzos, algunos con vendas en los brazos. "Casi todos permanecían callados, como si les hubieran arrancado el alma (...) eran como cadáveres vivientes".
"Y fue solo el comienzo de las escenas del fin del mundo. Los cuerpos flotaban en el río, atascándose contra los pilares de algún puente. Algunos cadáveres tenían los músculos al descubierto y casi todos el espanto como última expresión grabada en el rostro. A algunas personas les habían saltado los ojos de las órbitas, a otras les había explotado el abdomen y se les habían salido las entrañas".
Se calcula que murieron 100 mil personas (la cuarta parte de la población) según el estudio que cita Ogura, alrededor de 75 mil lo hicieron el día que cayó la bomba, en la mayoría de los casos como resultado de la destrucción física de la ciudad y de la onda expansiva. En los días y semanas siguientes, por causa de la radiación, otros 25 mil perecieron en mitad del caos y del desconcierto del personal sanitario que se encontraba con enfermos con temperaturas de 42 grados, vómitos de sangre, hemorragias internas y quemaduras que no respondían a lo conocido.
No, para conjurar la amenaza nuclear haca falta más que instaurar y celebrar un Día Internacional contra los Ensayos Nucleares, hace falta que los pueblos se organicen, pues solamente los pueblos organizados y en lucha pueden parar a sus burguesías en sus intentos por multiplicar sus ganancias e instaurar un poder omnímodo, sin importarles el futuro de la raza humana; para eso, para lograr eso es que debe servir no olvidar el horror que representó ya en los hechos el uso de la bomba atómica contra una parte de la humanidad. Sea.
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