Para los defensores a ultranza de la 4T, el panorama nacional se asemeja cada vez más a un desierto de realidades incómodas donde la única sombra en la que refugiarse es la popularidad de la presidenta Claudia Sheinbaum, que ronda el 80 %. Este dato, usado como un talismán que invalida cualquier crítica, se ha convertido en su única arma.
Sin embargo, detrás de ese espejismo de aprobación, se esconde un país cuyos cimientos económicos y sociales muestran grietas cada vez más profundas y peligrosas. La fe ciega en una cifra de popularidad no puede, ni debe, oscurecer el análisis frío de los indicadores que definen la calidad de vida de millones de mexicanos.
Cada mexicano que se ve forzado a la informalidad es un recordatorio de que la economía no está funcionando para la mayoría. Es la negación práctica del derecho a un trabajo digno.
El gobierno y sus seguidores celebran con bombo y platillo que “la economía mexicana sigue creciendo”, señalando un magro 0.7 % del PIB en el primer semestre de 2025. La estrategia es tan simple como tramposa: comparar este desempeño con economías avanzadas que, como Estados Unidos o España, han tenido un ciclo bajo.
Pero nuestra verdadera aspiración de desarrollo no debería ser el crecimiento lento de los ricos, sino el dinamismo de las economías con las que competimos por el futuro. Al contrastar ese 0.7 % con el 5.3 % de China, el 6.6 % de Etiopía, el 6.2 % de India o el 4.7 % de Indonesia, nuestro “crecimiento” se revela como lo que es: un estancamiento disfrazado.
Recordemos que, en todo el sexenio de López Obrador, el promedio anual fue de un raquítico 1.7 %. Todo indica que el actual va por el mismo camino, condenando a México a otra década perdida en términos de concentración económica global.

Este estancamiento tiene una consecuencia inmediata y dramática en la vida de las personas: la explosión del trabajo informal. Los números son convincentes y devastadores. Según el Inegi, en lo que va de 2025, 673 mil 991 personas se han incorporado a la informalidad, una cifra que triplica los nuevos empleos formales creados en el mismo periodo.
Como bien señala Axel Eduardo González de México, ¿cómo vamos?, esto no es una elección, es una necesidad desesperada ante la falta de oportunidades en sectores mejor remunerados y con seguridad social.
La meta mínima para absorber la fuerza laboral que se incorpora es de 100 mil puestos formales al mes; sin embargo, apenas se generan 87 mil 287. Cada mexicano que se ve forzado a la informalidad es un recordatorio de que la economía no está funcionando para la mayoría. Es la negación práctica del derecho a un trabajo digno.

Pero el problema de fondo es aún más grave y estructural. México no sólo es una economía de bajo crecimiento, es una sociedad profundamente fracturada por la desigualdad.
Un ranking del prestigioso Instituto para el Desarrollo Gerencial (IMD) nos sitúa en puestos vergonzosos: tercero en desigualdad en educación y atención médica, cuarto en desigualdad social, noveno en desigualdad de oportunidades y décimo en polarización política.
Este diagnóstico refleja un sistema que, por acción u omisión, excluye a grandes sectores de la población de los servicios más básicos y de cualquier posibilidad real de movilidad económica.

Lo alarmante es que compartimos estos indicadores con otros países latinoamericanos, evidenciando un patrón regional de desarrollo fallido, arraigado en históricas deficiencias institucionales que la 4T no ha logrado, o no ha querido, corregir.
La consecuencia más cruel de esta desigualdad estructural es la perpetuación de la pobreza. Roberto Vélez, director ejecutivo del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), lo expresa con crudeza: el 50 % de las personas que nacen en los estratos más bajos nunca logran superar su condición. “Tenemos un problema estructural de repetición del ciclo intergeneracional de la pobreza”, afirma.
En otras palabras, el esfuerzo individual, ese mantra tan repetido, es insuficiente para escalar socialmente cuando el Estado está ausente. Se requieren, con urgencia, políticas públicas robustas que garanticen escuelas de calidad, acceso universal a la salud y, sobre todo, la oportunidad de un empleo formal que provea un piso mínimo de bienestar.

Ante este panorama desolador, la popularidad de la presidenta Sheinbaum parece un termómetro roto. Puede reflejar la conexión emocional con un proyecto político o el respaldo a una figura, pero es incapaz de medir el frío en la piel de quien no tiene seguridad social, la angustia del padre de familia que sale a diario a “rebuscarse” en la informalidad, o la frustración del joven talentoso cuyo futuro se trunca por un sistema educativo desigual.
La verdadera lealtad a México no puede basarse en la defensa a ultranza de un gobierno, sino en la exigencia incansable de que las cifras macroeconómicas se traduzcan en bienestar microeconómico, es decir, que en cada hogar se note que la estabilidad política no sirva de excusa para la perpetuación de la injusticia social.
El reto no es mantener la popularidad, sino merecerla transformando una realidad que, hoy por hoy, clama a gritos un cambio de rumbo.
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