El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, amenaza a México y al planeta entero con la violencia en realidad para crear un nuevo orden mundial al gusto de los explotadores, como aquel que describió Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz, que fomentaba una única religión global como piedra angular bajo la cual deseaban los imperialistas de la década de 1930 unir a todas las naciones en un solo gobierno mundial y donde todos los terrícolas estuvieran controlados por un cerebro planetario trabajando como policía de la mente, donde nadie causara problemas pues el libre albedrío habría sido suprimido y todos aceptaran contentos y sumisos su eterna esclavitud, donde la oligarquía dirigiera tranquilamente el mundo a su placer. Pero la realidad no lo permite.
En el corazón de cada mexicano debe renacer la convicción de que la soberanía no se delega ni se entrega, se defiende con orgullo y determinación.
El anhelo de que la humanidad sea una gran fraternidad universal, sin guerras ni expoliación a la mayoría de los países del mundo por los pocos países poderosos, ha iluminado siempre a lo mejor de nuestra especie. El deseo de que se produzcan y distribuyan alimentos buenos y suficientes y bienes económicos y culturales, materiales e inmateriales, en armonía con la naturaleza por todo el planeta para erradicar la pobreza es opuesto al militarismo conquistador y la producción desenfrenada de armas que se tienen que vender para destruir y hacer negocio con la reconstrucción.
Esa fraternidad es la aspiración de todos los hombres de bien y es imposible de realizar mientras existan gigantescas corporaciones mundiales cuya razón de ser y fuente de ganancia sean la muerte, la destrucción y la guerra.
Pero la fraternidad entre los pueblos del mundo implica su diferencia. Sólo puede existir la fraternidad entre los diferentes, considerados como pueblos; de otra manera no tendría razón de ser.
La solidaridad y la fraternidad internacionales requieren un sustrato material que radica en la diferencia objetiva entre los pueblos que confraternizan. Si toda la humanidad fuera igual, no habría necesidad de que unos apoyaran a otros; no habría diversidad ni formas culturales de ser distintas y, por tanto, formas distintas de apreciar la realidad y los fenómenos, formas distintas de expresar las necesidades, los anhelos, los temores y los deseos, formas que requieren, para su propia existencia, de la tolerancia de los otros, de los diferentes.
Si la humanidad fuera toda igual, sería como un gigantesco vegetal huxleyano y el pensamiento dejaría de desarrollarse, no habría necesidad ninguna de opinar, sugerir, mostrar, comunicar y compartir con el ánimo de mejorar al interlocutor, al pueblo distante que habla otro lenguaje; no habría necesidad ni de intercambiar nada y sacar provecho espiritual y material de ello.
Por fortuna, la humanidad es diversa en sí misma y esa diversidad se manifiesta necesariamente en superestructuras sociales distintas que, a su vez, se expresan en lenguajes distintos y formas de ser culturales por países, regiones y subregiones del mundo, así como en concepciones políticas, jurídicas y religiosas que se ajustan a las condiciones propias de desarrollo histórico de cada una de ellas.
Esta diversidad existe independientemente de la voluntad, tiene existencia objetiva y no puede desaparecerse por decreto o deseo de nadie. Independientemente de que se trate de sociedades divididas en clases sociales adversarias o no, cada pueblo tiene su forma propia de ser y se da a sí mismo una configuración jurídica, política y cultural que la expresa, le da sustento y adquiere la forma de identidad nacional, de patria.
Las clases sociales enemigas de la humanidad, las que viven y existen solo gracias a la deshumanización de los hombres y a su esclavización moderna, se esfuerzan material e ideológicamente para lograr su objetivo de asegurar su enriquecimiento en dos sentidos aparentemente opuestos, pero que conducen al mismo resultado.
Por un lado, ahondan y promueven las diferencias económicas y culturales entre los pueblos del mundo para conducirlos a las guerras allí donde les interesa geopolíticamente, para destruirlos y someterlos, y, por otro lado, allí donde ven posibilidades de que surjan opositores a sus designios y que sus opiniones y denuncias convenzan a las multitudes explotadas, llevan a cabo una guerra ideológica para desarmar de raíz cualquier oposición.
Uno de los aspectos de esa guerra ideológica es la promoción de la tendencia a pensar que no tiene ningún caso conservar la identidad nacional. Con el falso argumento de lograr la fraternidad entre todos los hombres, un ejército de escritores y artistas, músicos y cantantes, deportistas, políticos, periodistas y, más modernamente, los “influencers”, todos ellos al servicio, consciente o inconscientemente, del imperialismo y de sus grandes cadenas informativas y propagandísticas, sabedores del gran impacto que la idea de la solidaridad humana tiene en la mente de los pueblos del mundo, proponen como lo “revolucionario”, lo liberal, lo avanzado y progresista defender a “la humanidad” en general, abstracta, y desechan como si fueran basura del pasado la patria y la identidad nacional, con todos los aspectos sociales que implican.
Este ejército ideológico imperialista se vale de su prestigio, real o inventado, de su poderosa influencia sobre las masas para desactivar su resistencia a la manipulación ideológica y argumentan —de mil maneras maravillosamente confundidoras— para hacerles creer y sentir que es amoral y anticuado defender la nación, porque el “nacionalismo” —así, en general, sin precisar cuál ni en qué momento— es malo, dicen.
Si la patria, en un momento dado, está gobernada y controlada por cómplices del imperialismo, eso lo usan para confundir a los pueblos: ser patriota, tratan de convencernos, es ser cómplice también, y con este engaño se pretende borrar de la mente de los pueblos la idea de defender su patria.
Un ejemplo es John Lennon y su Imagina un mundo sin países, o los grupos rockeros como Reincidentes gritando que no quieren patria, consignas ambas que han caído de perlas a los imperialistas y que hacen un flaco favor a los pueblos que luchan por liberarse del yugo neocolonial e imperialista.
Así, el ejército ideológico mencionado intenta matar en el corazón y el cerebro mismos de los pueblos, incluido el mexicano, el amor a la patria, el ardor patriótico, que inevitablemente se expresan en el respeto a los símbolos que representan a los mejores héroes que la han defendido en el pasado, así como la defensa de las formas jurídicas y políticas nacionales que mejor permiten a nuestros pueblos seguir su camino independiente frente a las agresiones imperialistas, como la que estamos sufriendo en estos momentos, procedente del vecino del norte.
Es un sentimiento de gratitud a nuestros antepasados que se transforma en convicción de identidad y pertenencia, en orgullo genuino de ser mexicano que late en el pecho, por ello tiene razón Putin cuando, hablando de la soberanía, dice que comienza en el pecho.
No se trata de honrar una bandera para seguir oprimidos, para mantener eterna esta servidumbre del trabajo asalariado que tanto daño ha hecho a la humanidad, de hacernos instrumentos ciegos de un egoísmo nacional que sólo sirve a los explotadores, no.
He dicho “los mejores héroes” y en ellos incluyo a los cientos de miles de mexicanos que dieron su vida defendiendo en mil batallas la patria, porque soñaron con el ideal de que fuera justa y equitativa para todos sus hijos: esos anhelos por ahora se sintetizan en nuestra bandera y deben vivir en nuestros corazones.
Apretemos filas, mexicanos, unámonos creando estructuras populares que nos den capacidad organizativa infinita, aprendamos cómo funciona la sociedad, hagamos de la nuestra una nación poderosa y fraterna y mandemos a la última punta del averno a esos cretinos imperialistas.
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