No existen valores morales eternos. Toda moral está históricamente determinada por las circunstancias de cada época, y lo que es moral en una puede no serlo en otra; por ejemplo, poseer esclavos era normal en el Imperio romano, más no ahora. Ciertamente, en sociedades precapitalistas se gestaron principios que el actual sistema incorporó a su código de ética que le sirve para preservar su control. La economía de cada época impone y expresa su poder e intereses en todos los ámbitos de la vida social: en las artes, la educación, la comunicación, las leyes, la filosofía, la ética.
Específicamente, en la sociedad capitalista rige el principio de maximizar la ganancia, para lo cual se debe vender lo más posible, aun mercancías innecesarias, o dañinas (la mercadotecnia es instrumento formidable para conseguirlo). Se fomenta el consumismo, con lo que no solo se producen montañas de mercancías, sino consumidores ansiosos por adquirirlas, ocasionando incluso verdaderas patologías: comprar por placer, la compra compulsiva u oniomanía, y su opuesto, la frustración de no poder comprar. Y para que esta maquinaria económica opere, es indispensable modelar los valores, hábitos y conductas sociales, adaptándolos a las exigencias del mercado. ¿Y cuáles son esos valores?
Desde sus orígenes este régimen trajo consigo la reivindicación del individuo, el individualismo, contrapuesto al interés social. Y las clases poderosas infunden esta ideología en las demás, por lo que no es de extrañar que entre los integrantes de estas arraigue como valor supremo de realización personal y de éxito, la ambición de hacerse ricos, al precio que sea. Asimismo, cual moderno rey Midas, el capital ha mercantilizado todo. La fuerza de trabajo como mercancía se generalizó, y en innumerables casos la dignidad de las personas siguió el mismo camino, pues el capital necesita individuos dispuestas a venderse al mejor postor, en todas las esferas de la vida social. Servir a quien ofrezca más es un “valor” muy conveniente al sistema, pues le permite comprar conciencias e incondicionalidades. Sintetizando esta idea, muy suya por lo demás, Álvaro Obregón decía que no había general que resistiera un cañonazo de 50 mil pesos. En ese contexto, las personas con principios, y congruentes con ellos (virtud de las más elevadas) estorban el pragmático interés capitalista, pues impiden el libre mercado de personas y dignidades; por eso, se ha hecho “normal” que haya quienes se deshagan de ideas que antes decían profesar. No conviene tampoco al capital la gratitud; le resulta estorbosa.
La corrupción es característica inherente a una economía basada en el interés egoísta. Si esta sociedad convence a todos de que es normal acumular; que ser ricos hasta el exceso debe ser el sueño dorado (algo por lo demás económicamente imposible, pues para que haya ricos debe haber pobres), y si desde arriba se incita a los demás sectores a la búsqueda afanosa de riqueza como sentido de la existencia misma, entonces resulta comprensible que se extienda como desesperado afán el conseguir dinero a como dé lugar. Ese es el mensaje, que brota de las entrañas mismas del sistema, enviado por todos los medios (cine, televisión, revistas de la high society), donde los grandes empresarios exhiben su riqueza e invitan a imitarlos: el discreto encanto de la burguesía, le llamó Buñuel. Pero he aquí la contradicción: en contraparte, para impedir el acceso de todos a la bonanza ofrecida, en primer lugar el sistema y todo su aparato jurídico están diseñados para proteger y agrandar la riqueza de los ya ricos, no para compartirla y abrir oportunidades a todos; esa es una ficción. El derecho, desde su elaboración clásica en Roma, y desde antes, está diseñado precisamente para proteger la propiedad privada. La riqueza ya tiene dueños.
Ligado a ello, y como otro impedimento para que todo mundo se haga rico, la sociedad está polarizada: de un lado una élite que todo lo acapara, y no va a renunciar a sus fortunas, y que tiene todos los medios para corromper a otros, y lo hace cotidianamente al amparo de su poder; del otro lado tenemos una inmensa masa empobrecida. Los miserables salarios apenas alcanzan a millones de familias para malcomer, y la pobreza en que se hunden por miríadas les condena a incontables carencias. En este contexto no es de sorprender que muchos entre los marginados, seducidos por la riqueza exhibida ante sus ojos, hagan hasta lo indecible por conseguir dinero fácil donde puedan y como puedan (así les han enseñado); es el caso, por ejemplo, de los miles de jóvenes que se enrolan en actividades ilegales, ya que el régimen les ha negado todo, niñez y futuro; y si el sistema no lo permite legalmente, entonces lo buscarán por medios ilegales. Así pues, delincuencia y corrupción tienen como base la polarización económica, un sistema diseñado para proteger la acumulación, y la ambición de riqueza, cuya obtención es prohijada por el propio sistema como ideal de realización personal.
Pero no basta describir el hecho ni cabe aceptarlo como fatalidad. ¿Qué hacer? Como respuesta, el presidente ha hecho de la moralización el leitmotiv de su discurso; desde el sermón de la mañana predica la moral, por cierto, sin la más elemental congruencia; pero aun si esta existiera, y él y los suyos fueran unos anacoretas, la ruta es equivocada. No puede resolverse con retórica un problema cuyas raíces son profundamente estructurales. Cambiar en toda una sociedad su forma de ver y vivir la vida exige sí, llamar a todos, pero a la par educar sistemáticamente a la parte más sensible y menos contaminada entre los desposeídos, constituyendo con ellos una vanguardia blindada ideológicamente contra los cañonazos de cincuenta mil pesos; ellos a su vez deberán asumir la tarea de crear conciencia en el pueblo en general. Pero eso todavía no representa el cambio: la parte así educada y organizada deberá promover una transformación estructural, una nueva base económica y política apropiada, condición sine qua non para un cambio real en las relaciones humanas. En síntesis, la sola palabra no obrará el milagro; es predicar en el desierto, combatir efectos, y muy superficialmente; es la trampa del idealismo subjetivo, que hace depender todo de la pura voluntad personal, desdeñando las circunstancias que determinan las conductas.
Solo un cambio estructural hará surgir una moral nueva, donde no tengan cabida la delincuencia ni la corrupción; una moral humana y solidaria, donde el hombre ya no piense solo en sí mismo ni anteponga sus intereses personales en daño de la colectividad, y donde vea en el progreso colectivo el suyo propio. Ello será posible solo cuando se garantice a todos una vida decorosa, vivienda, empleo permanente, digno y bien remunerado; que todos puedan estudiar hasta donde lo deseen, sin que la falta de dinero lo impida; que nadie carezca del alimento necesario; que todo mexicano tenga acceso oportuno a servicios de salud gratuitos y de alta calidad. En una palabra, que cada familia pueda satisfacer plenamente sus necesidades. Esto implica una sociedad nueva, organizada de otra forma, donde la brecha del ingreso y la riqueza entre clases sea menor, y que no tenga como objetivo principal acumular gigantescas fortunas, sino satisfacer las necesidades sociales. Solo en tales circunstancias será posible ir eliminando las condiciones que empujan a la corrupción, a la búsqueda de dinero fácil y por cualquier medio, y todas las deformaciones morales mencionadas. Solo así los seres humanos no necesitarán venderse y renunciar a su dignidad, ni estar en condiciones de comprar a otros.
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