De acuerdo con las estadísticas de la Organización de las Naciones Unidas de 2019, cerca de 2 mil millones de habitantes (uno de cada cuatro) no podían acceder a alimentos suficientes y de calidad con regularidad. El mismo organismo reportó que la población en riesgo alimentario, aunque paulatinamente, ha ido creciendo en los últimos años. Estos resultados ocurren aun después de que los países miembros de las Naciones Unidas firmaran la agenda de desarrollo sostenible en 2015 que incluye como objetivos erradicar la pobreza y el hambre en nuestra sociedad y que se recomendara a los gobiernos instrumentar políticas de combate al hambre. El hambre crónica es la expresión más aguda de la pobreza y es una de las más grandes calamidades de nuestro tiempo. Es, esencialmente, una lacra social. Su prevalencia contrasta con el incremento de la productividad de los cultivos, de la escala de producción de prácticamente todos los grupos alimentarios. En el mundo se producen alimentos en cantidad suficiente para todos sus habitantes por lo que el hambre es sobre todo un problema de acceso a los alimentos por esa parte de la población que la padece. Y a la grosera prevalencia del hambre se añade ahora el impacto la pandemia de la covid-19 sobre esta plaga.
En México, en 2018 se estimó que cerca de 10 millones padecía hambre crónica y que, de cada cien, 15 mexicanos viven en condiciones de vulnerabilidad al hambre. A pesar de la dimensión del problema, el gobierno de la Cuarta Transformación dinamitó el de por sí pobre sistema de contención del hambre que existía con políticas como la cancelación de los comedores comunitarios o de las escuelas de tiempo completo. Y con la particularmente desastrosa gestión de la pandemia de la covid-19 del mismo gobierno, el problema del hambre en México se ha recrudecido y sus efectos negativos se extenderán en el largo plazo. Los cálculos del Coneval prevén un incremento de las filas de la pobreza extrema que alcanzaría a 31 millones de mexicanos, uno de cada cuatro. Durante la cuarentena, según Unicef, en uno de cada tres hogares mexicanos con infantes y adolescentes se padeció hambre; pero no todo el resto está salvado pues solo uno de cada cinco hogares hoy goza de seguridad alimentaria.
El capitalismo se erige sobre la base de la producción de mercancías con el fin último de incrementar el capital invertido en la producción. Esto quiere decir que los bienes, como los alimentos, solo se pueden adquirir en el mercado, mediante un intercambio por dinero. Para hacerse con este, hay que vender alguna mercancía. Para la gran mayoría, esta mercancía no es sino la fuerza física, la capacidad de trabajar que posee en sí mismo, es decir, emplearse a cambio del salario que permita su reproducción. En este sistema de cosas, la vida de los seres humanos importa en la medida en que resulta necesaria para el enriquecimiento ilimitado del dueño del capital. Al cabo, este sistema acaba polarizando a la sociedad en propietarios del capital, con cantidades inimaginables de riqueza en sus bolsillos, y trabajadores. El hambre es la violencia más sistemática del sistema sobre estos últimos.
En tiempos de pandemia la injusticia e inhumanidad de esta sociedad se hace patente ya no solo para quienes la sufren en sus formas más descarnadas, sino para quienes de algún modo creían estar más o menos acomodados. La pandemia ha mostrado que para 80% de la población que el sistema económico, aún con los programas sociales, no funciona. La pandemia ha puesta hoy más que nunca la urgencia de la revolución de los fundamentos sobre los que se organizan la producción y la distribución de la riqueza de nuestra sociedad y no solo de paliativos mal puestos por un gobierno incompetente.
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