En un mundo hiperconectado, donde la información fluye a velocidades insospechadas, resulta paradójico que la desinformación se haya convertido en uno de los mayores obstáculos para comprender la realidad. Millones de personas expresan su angustia ante las guerras que azotan al planeta: ¿quién mata niños?, ¿quién deja sin comer a la gente?, se deja escuchar en las diversas plataformas digitales.
La democracia, lejos de ser un mecanismo de representación, se ha convertido en un teatro donde los discursos revolucionarios ocultan políticas regresivas.
Sus palabras reflejan una percepción generalizada de que el mundo está al borde del colapso, donde las armas y las intervenciones militares parecen dictar el destino de la humanidad. Sin embargo, detrás de esta percepción hay un entramado de intereses económicos, manipulación mediática y un sistema que perpetúa la desigualdad.
La gente habla de Palestina, donde niños mueren bajo bombardeos, y se señala a figuras como Donald Trump como partícipes de invasiones. Aunque en lenguaje más coloquial, la reflexión apunta a una verdad incómoda: las guerras no son fenómenos aislados, sino estrategias de dominación.
Históricamente, los conflictos armados han servido para controlar recursos, territorios y poblaciones. Hoy, con el añadido de las redes sociales, estas guerras se libran también en el campo de la percepción.
Las llamadas “cámaras de eco”, donde los algoritmos refuerzan las creencias previas de los usuarios, explican por qué muchas personas sólo ven una faceta de la realidad: la que confirma sus temores.
Si un usuario de redes sociales consume contenido que demoniza a Rusia en la guerra de Ucrania, el algoritmo le mostrará más de lo mismo, sin espacio para matices o contextos históricos. Lo mismo ocurre con la narrativa sobre Palestina, donde la deshumanización de las víctimas facilita la justificación de la violencia.
Los medios de comunicación, en manos de unos pocos, distorsionan la realidad para beneficiar a los poderosos. Es decir, quien tenga los medios de comunicación de su lado tendrá la verdad. Esto es evidente en México, donde el gobierno de Morena prometió una transformación que nunca llegó.
Las promesas de acabar con la corrupción, mejorar el sistema de salud y reducir los precios de los combustibles fueron falsas. En su lugar, el gobierno aumentó el gasto público en subsidios y campañas políticas, mientras recortaba presupuestos esenciales como el de salud.
Las consecuencias de la poca o nula atención en este sector son devastadoras: enfermedades como tos ferina, sarampión y dengue resurgen, mientras la población carece de acceso a servicios básicos. La burocracia, entrenada para negar y entretener, se convierte en cómplice de este sistema. “Para el pueblo, nada”, una frase que resume el abandono de las clases populares.
Estos problemas están vinculados a un sistema neoliberal que concentra la riqueza en pocas manos. México, un país rico en recursos, tiene más de 100 millones de personas en pobreza. La democracia, lejos de ser un mecanismo de representación, se ha convertido en un teatro donde los discursos revolucionarios ocultan políticas regresivas.
El Movimiento Antorchista Nacional propone una alternativa: un partido político de los trabajadores que ataque las raíces de los problemas, como la propiedad privada de los medios de producción.
Esta crítica al neoliberalismo no es nueva, pero adquiere urgencia en un contexto donde las crisis sanitarias, económicas y sociales se multiplican. El sistema caerá “por sus éxitos”, es decir, por su capacidad de generar riqueza para unos pocos y miseria para la mayoría.
La solución no está en cambiar de gobierno, sino de sistema. Se necesita un Estado fuerte y comprometido con el bienestar social, no uno que recorte presupuestos mientras despilfarra en propaganda. También es esencial combatir la desinformación: educar a la población para que cuestione lo que ve en TikTok o en los medios tradicionales, la mayoría al servicio de los poderosos.
Los mexicanos trabajadores, con su mirada sencilla pero lúcida, anhelan un mundo sin guerras, donde la solidaridad reemplace a la violencia. Este deseo no es ingenuo; es una demanda política. Las guerras, la pobreza y la desinformación son síntomas de un sistema que prioriza el beneficio económico sobre la vida humana.
Frente a un mundo que colapsa, la alternativa no es la resignación, sino la organización. Como dice el Movimiento Antorchista, es necesario hablar claro con la gente y decirle la verdad. Sólo así podremos construir ese nuevo mundo que millones de mexicanos merecen.
La tarea es ardua, pero urgente: desmontar las cámaras de eco, exigir transparencia y luchar por un sistema donde la vida valga más que las ganancias.
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