MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La humanidad no es una raza maldita

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En su artículo “La humanidad, una raza maldita”, de Jean Meyer, publicado por El Universal el 15 de octubre, al comentar el clima de guerras que hay ahora en diversas partes del mundo, ya nomás le faltó al autor pedir a sus lectores que mejor se suiciden. 

Es fatalista, provoca desesperanza, sirve para desarmar ideológicamente a sus lectores y, en consecuencia, para desactivar su movilización. Léalo, pero tome en cuenta esto.

Su punto de vista corresponde a esa ideología burguesa que quiere hacernos creer que la humanidad es violenta por naturaleza y recurre a ejemplos religiosos, que vinculan su suerte a una traición de Dios, lo que es, finalmente, un acto extrahumano. Somete, pues, el desarrollo social en última instancia a actos divinos, perversos, pero divinos.

El autor desvincula erróneamente a la violencia del que la promueve y del que la ejecuta, así como del que la ejerce para defenderse, para abstraerla de todo contenido histórico y de clase social, y presentarla como una maldición propia de la humanidad. Estas son tergiversaciones que ya fueron suficientemente discutidas y superadas por diversos pensadores, pero que Meyer vuelve a actualizar y quiere que se crean sólo porque él, toda una autoridad intelectual en México, las dice.

Así como tergiversa y acomoda el desarrollo social a sus delirios autoestigmatizantes, también tergiversa acontecimientos históricos presentándolos al público al revés.

Con su fatalismo, Jean Meyer pretende desarmar ideológicamente a sus lectores para, en consecuencia, desactivar su movilización e incluso justificar nuevos tipos de agresión desesperados.

Por ejemplo, la agresión de la (Organización del Tratado del Atlántico Norte) OTAN y Estados Unidos a Rusia —que utilizó a los nazis ucranianos, educados por décadas para ejercer actos violentos contra los rusoparlantes de su propia tierra y contra los ucranianos no nazis—, la presenta como agresión de Rusia, a pesar de las sobradas evidencias de la promoción imperial al nazismo en esa parte del mundo.

Y en eso Meyer no se diferencia en nada de la peor propaganda imperialista, actuando en realidad como propagandista muy efectivo del imperialismo: los pueblos del mundo, en lugar de hacer protestas masivas contra los judíos sionistas, como está ocurriendo ahora, deben estar ocupados en culparse a sí mismos por ser naturalmente violentos, y que dejen que los nazis y los sionistas, instrumentos imperiales, cometan todo tipo de atrocidades ahora mismo.

Consecuente con esta forma de pensar, en su artículo, escrito en el peor momento de la agresión contra Gaza, Meyer elude una clara condena a la violencia sionista. Así, evade aclarar que las violaciones a “las leyes de la guerra tan penosamente elaboradas a lo largo de los siglos”, que tan melodramáticamente lamenta, tienen nombre y apellido y momentos precisos. 

Sería casi interminable la lista de falsos casos de guerra —Golfo de Tonkin, armas de extinción masiva en Irak, bebés sacados de sus incubadoras en Kuwait, etcétera, hasta llegar actualmente a 40 bebés supuestamente decapitados—, que finalmente han sido descubiertos como mentiras justificadoras de agresiones concretas. Nada significa la historia para el pensamiento meyeriano; al menos el expresado en este artículo, aunque sea un experto en ella. En lugar de la concreción histórica que conduce a la toma de postura clara, honesta y definida, el acólito del imperialismo nos lleva de la mano a razonamientos autoliquidadores y de autorrepulsa a nuestra condición de seres concretos de una humanidad dividida en clases sociales específicas.

No hay esperanza para las clases sociales humildes de México si llegan a aceptar esta forma incorrecta de entender la realidad, que hoy las golpea. Para las élites obreras y las clases sociales medias, este fatalismo conduce peligrosamente a justificar nuevos tipos de agresión desesperados. 

Hoy, México requiere una filosofía renovadora, que revitalice la confianza en nosotros mismos, sobre todo la confianza de las clases humildes en sí mismas, en su capacidad de transformar esta desgraciada realidad que nos oprime. No necesitamos una filosofía que nos desintegre y nos haga odiarnos a nosotros mismos.

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