He afirmado en otras ocasiones, y es cierto, que la verdadera democracia no puede consistir en sólo votar cada determinado tiempo para validar o legitimar a candidatos de lo que sea, ya previamente seleccionados por los poderosos, detentadores de la riqueza y el poder, los cuales terminan casi siempre actuando como mandamases en vez de mandatarios, ya elegidos.
Todo por la falta de conciencia sobre sus derechos y capacidades de las masas trabajadoras, inmensa mayoría de la población. Ahora que se habla de elegir por mayoría de votos a los jueces y magistrados, es necesario tener mucho cuidado para no caer en la peligrosa trampa que se nos vuelve a tender al respecto.
Que ahora el Gobierno nos venga con el cuento de que, si elegimos a los jueces y magistrados por mayoría de votos, ahora sí habrá justicia, equivale a intentar convencernos de comulgar con ruedas de molino en vez de hostias.
¿Quién debe impartir la justicia en nuestro país, los juzgadores de carrera como hasta ahora o quién sea pero elegido por el voto popular? ¿Los males que padecemos los pobres en este terreno, son fruto de la maldad de un individuo o producto del sistema económico social?
La justicia, tema debatido desde la antigüedad, desde mi punto de vista tiene que ver más que con la ética y la moral o el derecho, con el funcionamiento estructural de la sociedad, o sea, con la forma en que la sociedad se organiza para poder existir; de cómo se organiza, en primerísimo lugar, para poder producir los bienes y servicios que necesita para satisfacer sus necesidades vitales, y a partir de dicha organización, el resto de relaciones humanas, las cuales aparecen gracias a, y determinadas por, aquellas en última instancia.
Todo tipo de relaciones sociales existentes en la superestructura jurídica, política o ideológica de la sociedad se explica precisamente a partir de las relaciones sociales de producción.
Vistas así las cosas, que ahora el Gobierno nos venga con el cuento de que, si elegimos a los jueces y magistrados por mayoría de votos, ahora sí habrá justicia, equivale a intentar convencernos de comulgar con ruedas de molino en vez de hostias, pues las injusticias sufridas hasta ahora no dependen de que no hayamos elegido al impartidor de justicia, sino del hecho conocido de que tanto tienes, tanto vales, lo cual no cambiará con la pretendida reforma.
Lo que está en el fondo de este gatopardismo cuatrotero, de cambiar todo para que todo siga igual o peor, es la vil demagogia, la vil adulación al pueblo bueno y sabio, para que este apoye con gusto y sin reservas la dictadura abierta que pretende implantar uno de los grupos de la élite, pero no en favor del pueblo, sino del suyo propio, dando al traste con la división de poderes, pilar fundamental de la llamada democracia occidental, que no es la mejor, ni con mucho, pero que si se la echa a perder quedaremos peor.
De ser así, sucederá como con las votaciones recientes en las cuales, hasta con claras violaciones a la ley y poniendo en juego todo el aparato de Estado, se hizo ganar a los candidatos del Gobierno. Por lógica, entonces ganarán los candidatos a jueces y magistrados no cercanos al pueblo sino al poder, al gobierno, a quien deberán el favor de haber sido postulados y, en su caso, el haber sido electos. ¿Y de qué apuro saldría el pueblo? Ninguno.
De suceder así, en los hechos todo el poder quedaría concentrado en la figura del representante del poder ejecutivo, ya que ahora, con la mayoría lograda en el Congreso de la Unión y la renuncia obsecuente de los legisladores a ser representantes del pueblo para pasar a servir a los intereses del ejecutivo, ya sin el contrapeso que hasta ahora ha representado el poder judicial moderando los excesos de los otros poderes y tratando de meterlos al orden constitucional.
Incluso durante el procedimiento de creación de nuevas leyes, haría ficticio el principio constitucional de que la soberanía radica en el pueblo, para pasar a radicar en la figura del gobernante, que entonces, más que servidor público y mandatario, pasaría a ser en automático el soberano. Como en el tiempo de los reyes medievales.
El pueblo debe aprender a distinguir lo esencial de lo superficial, la forma del fondo, para que con conocimiento de causa apoye o no las propuestas que reciba, por parte de quien sea. Debe evitar caer en los cantos de sirena, en palabras melosas dichas solo para ganarse su voluntad, pero de las cuales no podrá sacar el beneficio que requiere, y menos el poder transformar su situación de pobreza y marginación en el que vive.
Para que eso suceda tienen que ser él, como pueblo, el que, preparando y eligiendo a lo mejor de sí mismo, pueda llegar a tomar el poder por la vía de las elecciones, para tomar el destino en sus manos, hacer las reformas necesarias pero de fondo que hagan posible no solo la repartición justa y equitativa de la renta nacional, sino la construcción y organización nueva y mejor de la sociedad. Sólo entonces habrá verdadera democracia que haga posible la existencia de una verdadera justicia social y justicia a secas.
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