MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Juventud, al combate; ya es hora

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La educación pública atraviesa una crisis estructural que no puede entenderse al margen de las relaciones económicas y políticas que dominan al país. Desde hace décadas, las reformas educativas han profundizado la desigualdad en vez de disminuirla.

Hoy, las cifras son contundentes: según el Instituto Mexicano para la Competitividad, 6.4 millones de niños, niñas y jóvenes entre tres y dieciocho años no asisten a la escuela, y casi un tercio de ellos pertenece a pueblos originarios. 

Un movimiento estudiantil contemporáneo debe también asumir la dimensión ideológica de su lucha: cuestionar el desfinanciamiento, desmontar el mito de la meritocracia, denunciar el carácter excluyente del sistema.

Esta exclusión no es un accidente ni un efecto secundario de la “ineficiencia”, sino la consecuencia de un modelo económico que privilegia la acumulación privada y el gasto en sectores estratégicos para el capital, dejando rezagados los derechos universales como la educación.

Mientras tanto, el gasto federal destinado a educación se ha reducido hasta representar solo 2.9 % del PIB, su nivel más bajo en más de una década, cuando organismos internacionales recomiendan entre 4 y 6 % para asegurar cobertura y calidad.

En educación superior, México invierte alrededor de 4 mil 430 dólares por estudiante, muy por debajo del promedio de la OCDE, que supera los 15 mil dólares, lo que evidencia una brecha abismal en la calidad de los recursos disponibles.

A ello se suma la saturación de aulas: en primaria, el promedio es de 23.1 alumnos por grupo frente a 20.6 en países de la OCDE, y la precarización docente, con salarios estancados y condiciones laborales cada vez más difíciles.

Estas cifras constituyen el mapa de un sistema que reproduce las desigualdades de clase y coloca en desventaja a quienes no pertenecen a las élites urbanas. En vez de democratizar el acceso al conocimiento, la educación se convierte en un mecanismo de filtro y jerarquización que, bajo la retórica de la “meritocracia”, legitima privilegios heredados.

Las universidades públicas, antaño bastiones de movilidad social, enfrentan recortes presupuestales, limitaciones en la matrícula y presiones para privatizar servicios y programas, lo que empuja a miles de jóvenes hacia opciones privadas costosas y de dudosa calidad. En este contexto, la educación superior deja de ser un derecho universal para transformarse en un privilegio que pocos pueden costear sin endeudarse o precarizarse.

Frente a este panorama, la juventud mexicana se encuentra en una encrucijada. Por un lado, cuenta con herramientas digitales y redes sociales que pueden amplificar su voz; por otro, enfrenta un entorno laboral adverso, inseguridad creciente y un discurso político que busca fragmentar y desmovilizar su descontento. La fuerza de los estudiantes, históricamente decisiva en momentos críticos del país, se diluye hoy en la indignación dispersa y efímera de las plataformas digitales. Sin organización, la energía social queda neutralizada.

La juventud mexicana tiene fuerza, creatividad y una tradición histórica de lucha. Sin embargo, mientras permanezca atomizada, su potencial transformador seguirá sin concretarse. La historia demuestra que cuando los estudiantes se organizan, el país avanza: 1968, el movimiento del CEU en los años noventa o las movilizaciones contra la privatización de la educación en distintas etapas son prueba de ello. En cambio, cuando los estudiantes permanecen aislados o cooptados, las élites consolidan sus privilegios.

Un movimiento estudiantil contemporáneo debe también asumir la dimensión ideológica de su lucha: cuestionar la “normalidad” del desfinanciamiento, desmontar el mito de la meritocracia, denunciar el carácter excluyente del sistema y construir una narrativa propia que coloque en el centro la justicia social y la emancipación de las mayorías.

Esto implica producir y difundir conocimiento, articularse con docentes críticos, usar las redes digitales para formar opinión pública y crear estructuras permanentes que no se disuelvan tras una sola protesta.

El país necesita que su juventud se asuma como protagonista de su propio futuro. En un contexto donde millones están excluidos, donde el presupuesto se reduce mientras aumentan los privilegios de unos cuantos, donde la educación se convierte en vía de reproducción social más que en instrumento de liberación, la organización estudiantil deja de ser opción y se convierte en necesidad histórica.

Un movimiento estudiantil emancipador, consciente y combativo puede abrir el camino hacia una educación verdaderamente democrática y un México más justo.

Hoy más que nunca es imprescindible que los estudiantes conviertan aulas y calles en espacios de transformación social. Si no lo hacen, otros seguirán decidiendo por ellos. Pero si logran articular su fuerza, recuperar la memoria histórica de las luchas pasadas y vincularse con las causas populares, la juventud mexicana puede ser el motor de un cambio profundo.

La educación pública y gratuita, digna y de calidad, no será un regalo del Estado ni de las élites: será el fruto de la organización colectiva y de la lucha. Sólo así la educación dejará de ser un privilegio y se convertirá en lo que siempre debió ser: un derecho y una herramienta de emancipación para todos.

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