Durante el siglo XIX, China y Japón fueron integrados al sistema internacional de manera similar. Las autoridades de ambos países rechazaron las pretensiones de las potencias occidentales sobre sus territorios, trataron de defender su soberanía, fueron derrotadas, los obligaron a abrir sus puertos al comercio mundial y les impusieron tratados desiguales favorables a las potencias occidentales. Ante la superioridad militar occidental, tanto las autoridades chinas como las japonesas comenzaron a diseñar estrategias de respuesta con el objetivo de fortalecer sus capacidades militares y romper los lazos de dominación. Los resultados en cada país fueron muy diferentes. En el inicio del siglo XX la posición de China respecto a las potencias extranjeras seguía siendo muy débil, mientras Japón ya era una potencia regional capaz de competir con las potencias occidentales.
En este ensayo se comparan las estrategias de desarrollo desplegadas en China y Japón durante la segunda mitad del siglo XIX. Primero se describe la forma como los dos países fueron abiertos al comercio mundial, después se analiza el peso de los tratados desiguales para cada caso, luego se contrastan las respuestas ofrecidas en cada país a los tratados, posteriormente se explica la industrialización experimentada en cada caso y, por último, se presentan algunas conclusiones. La conclusión general apunta al factor político como variable explicativa de los resultados obtenidos por ambos países.
1. La apertura del país del centro
Por sus dimensiones económicas, demográficas, territoriales, culturales y militares, históricamente China se consideró a sí misma como el país del centro. No era solo una percepción del pueblo chino sobre sí mismo, pues los pueblos vecinos efectivamente veían a China como un país hegemónico; esta relación dio lugar a la conformación de un sistema de relaciones internacionales sinocéntrico, conocido como “sistema tributario”. Corea, Vietnam, Japón, Myanmar, Java, etc., formaron parte de este sistema, en el cual China tenía un lugar predominante en términos económicos, culturales y militares (Connelly 2020). Tal orden internacional permitió una convivencia relativamente armoniosa entre los países de la región hasta la llegada de los occidentales en el siglo XIX.
A lo largo de su historia, China ha pasado por diferentes momentos de apertura y hermetismo. La dinastía Qing (1644–1911) atravesó por los dos periodos. En sus primeros años (bajo los emperadores Kangxi, Yongzheng y Qianlong) la dinastía de origen manchú conquistó los territorios de Tibet, Xinjianiang, Mongolia y Taiwán, asumiendo una agresiva política de apertura; en términos comerciales y culturales, en esa época China estableció relaciones con todos los países interesados e incluso permitió la llegada de misioneros cristianos a las principales ciudades del imperio. Cuando inició el siglo XIX, las rebeliones armadas, la piratería en la zona de Cantón y la debilidad del ejército imperial, llevaron a los Qing a cerrar las puertas de China y a imponer un aislamiento relativo como mecanismo de protección (Gernet 2005).
Desde finales del siglo XVIII las potencias occidentales ya mantenían importantes relaciones comerciales con China, si bien éstas eran llevadas a cabo bajo estrictas órdenes dictadas desde Beijing: los comerciantes extranjeros únicamente podían realizar sus actividades en el puerto de Cantón y solo en periodos muy limitados. Fuera de ese lapso, los comerciantes tenían prohibido permanecer en territorio chino. Portugal era la única potencia occidental con presencia permanente, en la ciudad de Macao.
Durante el siglo XVIII y principios del XIX, la mayoría de los comerciantes europeos y norteamericanos estuvieron interesados en la compra de especias, seda y otros bienes de producción china para venderlos en el mercado europeo; sin embargo, los productos ofrecidos por los comerciantes extranjeros en Cantón tenían nula demanda de la sociedad china. Como resultado, la balanza comercial entre China y los países occidentales llegó a ser deficitaria para estos últimos, llenando las arcas de los Qing con plata a cambio de los productos requeridos. Quien más resintió esta situación fue Gran Bretaña, cuya Compañía de las Indias Orientales compraba en China grandes volúmenes de té para mandarlos al mercado inglés.
Gran Bretaña buscó la manera de revertir el déficit de la balanza comercial instalando una delegación permanente en China para estos fines; sin embargo, todos sus esfuerzos fueron infructuosos. Quizá el más recordado de estos sea la embajada Macartney, de 1793, ante el emperador Qianlong, la cual fracasó estrepitosamente. La situación cambió radicalmente con el comercio del opio. Cuando los comerciantes británicos observaron la alta demanda de la sociedad china por este producto, comenzaron a cultivar opio en la India para llevarlo a vender a Cantón. El comercio de opio pronto dio origen a serias controversias entre las autoridades chinas, contrarias a la venta de opio, y los comerciantes británicos, defensores de su venta. Estas disputas dieron origen a la Guerra del Opio de 1839. Como resultado de ésta, las autoridades chinas fueron obligadas a firmar el Tratado de Nanjing de 1842, donde se estipulaba la apertura de los puertos chinos al comercio mundial. Así empezó el sistema de puertos de tratado (Fairbank 2012).
2. La apertura del país del sol naciente
En el periodo inmediatamente anterior a la llegada de las potencias occidentales, Japón estuvo gobernado por el shogunato Tokugawa (1603–1868). La figura de shogun surgió en el siglo XII para darle un lugar predominante al máximo jefe militar (Tanaka 2011). Si bien el shogun no sustituía al emperador, de facto sí ejercía cierto gobierno sobre los demás daimios: era el daimio más fuerte, capaz de imponer su hegemonía sobre los demás. Comparado con el shogun, el emperador tenía un poder de mando muy disminuido, pero su investidura y su familia seguían siendo respetados dentro de la política y la sociedad japonesas. En el caso de los Tokugawa, esta familia de Edo (hoy Tokio) se convirtió en shogun cuando logró la pacificación de los demás daimios, después de finalizar la guerra del periodo Sengoku (1467–1615).
El shogunato Tokugawa mantuvo un régimen de paz durante dos siglos y medio, instauró un feudalismo centralizado y aplicó una política de aislamiento. En el principio de su periodo, los Tokugawa favorecieron el comercio exterior, así como el intercambio cultural y religioso; sin embargo, el levantamiento de los campesinos cristianos de 1638 fue interpretado como una señal del caos que vendría si las autoridades permitían el libre ingreso de los occidentales a la sociedad japonesa. A partir de ese momento las autoridades shogunales ordenaron restringir el comercio con el exterior únicamente al puerto de Nagasaki. El régimen de aislamiento fue impuesto más por razones militares y menos por motivos económicos, pues los Tokugawa temían que algunos daimios recibieran apoyo de las potencias occidentales para derrocar su gobierno.
A diferencia de China, Japón no ofrecía un gran atractivo comercial para las potencias occidentales. Su importancia radicaba en sus puertos, los cuales podían ser útiles a las potencias para abastecer sus barcos de provisiones y combustibles (Tanaka 2011). La potencia más interesada en abrir los puertos de Japón era Estados Unidos, que en la segunda mitad del siglo XIX estaba en pleno proceso expansionista. Después de obtener una parte de los territorios de México, Estados Unidos se dirigió al Pacífico para expandir sus intereses económicos; en sus cálculos, Japón podría funcionar como base para sus naves y para hacer permanente su presencia en la zona.
La apertura de Japón fue directamente obra del comodoro Mathew C. Perry, un destacado miembro de la marina estadounidense, quien llegó en 1853 a la bahía de Tokio con exigencias que el gobierno local debía acatar. Perry entregó una carta a las autoridades shogunales y demandó la firma de un tratado de amistad, comercio, aprovisionamiento de carbón y avituallamiento para los barcos estadounidenses. Los Tokugawa rechazaron las peticiones, en consecuencia, al año siguiente Perry volvió con un grupo de barcos de guerra y en 1854 impuso al shogunato la firma de un tratado para establecer relaciones entre Japón y Estados Unidos. Con el Tratado de Kanagawa, las autoridades japonesas abrieron los puertos de Nagasaki, Shimoda y Hakodate; cuatro años después, el primer cónsul estadounidense en Japón logró un nuevo tratado que incluía la cláusula de extraterritorialidad. En los años inmediatamente posteriores a 1854, Rusia, Gran Bretaña y Holanda obligaron a Japón a firmar acuerdos similares.
3. Los tratados desiguales
A la China de la dinastía Qing las potencias extranjeras le impusieron más de veinte tratados desiguales entre 1842 y 1933: Rusia le impuso nueve; Gran Bretaña, siete; Francia, seis; Estados Unidos, tres; Japón, dos; y Suiza, Prusia, Portugal, Italia, España, Holanda, Bélgica y Alemania, uno.
Con el Tratado de Nanjing de 1842, Gran Bretaña obligó a China a abrir cuatro puertos más para el comercio exterior (Shanghái, Ningbo, Fuzhou y Xiamen), a admitir el comercio durante todo el año, a abolir el monopolio del Cohong (gran organización comercial controlada por el Estado chino), a aceptar consulados británicos en cada puerto de tratado, a establecer tarifas fijas para el pago de impuestos, a pagar las reparaciones de guerra, a indemnizar a los comerciantes afectados en la guerra y a cederle la isla de Hong Kong. Con el Tratado de Bogue de 1843, China aceptó la extraterritorialidad británica en los puertos de tratado, la residencia permanente de ciudadanos británicos en suelo chino y la cláusula de nación más favorecida para Gran Bretaña. Con el Tratado de Wanghia de 1844, Estados Unidos obligó a China a concederle los mismos privilegios de Gran Bretaña; Francia hizo lo mismo con el Tratado de Whampoa de 1844; y Suecia lo hizo con el Tratado de Cantón de 1847.
Aprovechando la debilidad de China, en 1851, Rusia le impuso el Tratado de Kulja para abrir el comercio en la provincia de Xinjiang; en 1858, Rusia la obligó a firmar el Tratado de Aigun, por medio del cual China le cedió amplios territorios en la región de Manchuria. Con el Tratado de Tianjin de 1858, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y Rusia obligaron a China a abrir seis puertos más para el comercio exterior, a aceptar delegaciones extranjeras permanentes en Beijing, a aceptar la difusión del cristianismo y a pagar las reparaciones de guerra. Con la Convención de Beijing de 1860, China cedió a Gran Bretaña nuevos territorios aledaños a Hong Kong y cedió a Rusia nuevos territorios de Manchuria y Mongolia. La Convención de Chefoo, de 1876, abrió cuatro nuevos puertos chinos para el comercio con Gran Bretaña.
Los últimos dos tratados desiguales de la dinastía Qing fueron el de Shimonoseki, firmado con Japón en 1885; y el Protocolo Boxer, de 1901. Con el primero, China reconoció la independencia de Corea; cedió a Japón las islas Pescadores, Taiwán y la península de Liaodong; aceptó pagar reparaciones de guerra; abrió cuatro nuevos puertos para el comercio; concedió a Japón la cláusula de nación más favorecida; y aceptó la instalación de fábricas extranjeras en territorio chino. Finalmente, con el Protocolo Boxer, las potencias obligaron a China a pagar reparaciones de guerra a los diez países participantes, a prohibir la importación de armas y municiones, y a aceptar la presencia permanente de tropas extranjeras en territorio chino.
Al Japón de los Tokugawa las potencias le impusieron seis tratados desiguales entre 1854 y 1868: Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia le impusieron dos; y Holanda, Prusia y Austria-Hungría, uno. Con el Tratado de Kanagawa de 1854, Japón abrió dos puertos más para el comercio con Estados Unidos, aceptó la presencia de cónsules estadounidenses y concedió al país norteamericano la cláusula de nación más favorecida. El mismo año, Gran Bretaña firmó con Japón el Tratado de amistad anglo-japonés, con el cual los británicos adquirieron los mismos privilegios de los estadounidenses. Con el Tratado de Shimoda de 1855, Rusia obtuvo de Japón los mismos beneficios.
Los Tratados Ansei, de 1858, fueron una serie de tratados firmados ese año entre Japón y Estados Unidos, Reino Unido, Rusia, Holanda y Francia; en ellos, Japón aceptó abrir cinco puertos para el comercio exterior, permitió la residencia de ciudadanos extranjeros en dichos puertos, reconoció el principio de extraterritorialidad y aceptó la aplicación de impuestos bajos para las importaciones y exportaciones de sus productos. En 1861, Prusia obtuvo de Japón un tratado que le extendía los beneficios que tenían Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia, Holanda y Francia; Austria-Hungría hizo lo propio con otro tratado en 1868.
En resumen, tanto a la China de los Qing como al Japón de los Tokugawa las potencias occidentales les impusieron tratados desiguales, pero el número, la temporalidad y el carácter de estos no fueron iguales. Las autoridades chinas fueron obligadas a firmar tratados desde 1842 (Nanjing) hasta 1901 (Protocolo Boxer); las autoridades japonesas, en cambio, firmaron su primer tratado en 1854 y el último en 1868. La cantidad de tratados impuestos a China es más de tres veces el número de tratados impuestos a Japón. En lo referente al carácter de los tratados, en el caso de China estos fueron comerciales, tarifarios, de reparación de guerra y territoriales; en el caso de Japón, fueron fundamentalmente comerciales y tarifarios. Desde una perspectiva general, los tratados desiguales representaban para China un peso muy superior al que representaban para Japón.
4. Respuestas de China ante los tratados desiguales
Al ser derrotados sus ejércitos, tanto las autoridades de China como las de Japón reconocieron la superioridad militar de las potencias occidentales, pero al mismo tiempo comenzaron a diseñar políticas para fortalecerse y expulsar a los extranjeros. Las respuestas ofrecidas por chinos y japoneses estuvieron determinadas por factores culturales, políticos, económicos y geográficos, combinación que arrojó resultados diferentes para cada caso.
En el caso de China, durante las primeras décadas las prioridades de las autoridades imperiales no estaban fuera de sus fronteras, sino dentro de ellas. Desde mediados de la década de 1840, la Guerra del Opio y la apertura de los puertos de tratado comenzaron a generar entre la población china la idea de que la dinastía Qing ya no tenía el Mandato del Cielo y debía ser sustituida por una nueva dinastía capaz de proteger al país del centro. A esto se sumó una ola de descontento entre los campesinos de la zona sur del país, generada por motivos tributarios preexistentes, la difusión del cristianismo entre la población china, hambrunas, falta de gobernanza, sociedades secretas, pueblos armados, bandidaje y problemas étnicos con los hakka. Tales factores dieron origen a la Rebelión Taiping, iniciada en 1851 y derrotada en 1864. La rebelión significó una amenaza real para la dinastía Qing, pues los ejércitos rebeldes ocuparon ciudades tan importantes como Nanjing, Cantón y Shanghái, llegando muy cerca de Beijing (Khun 1978).
La Rebelión Taiping no representaba un movimiento modernizador que diera respuesta a los retos planteados con la llegada de las potencias occidentales; buscaba en el confucianismo y el cristianismo la inspiración para llevar a China a una era perdida de armonía e igualdad. Los Taiping no pretendían incorporar la influencia proveniente de Occidente, sino que buscaban en el pasado chino las fórmulas para restaurar la estabilidad social arruinada por los manchúes. El movimiento fue tan numeroso y potente que el gobierno imperial necesitó 14 años para derrotarlo. En el mismo periodo de la rebelión Taiping, en el norte de China ocurrió la rebelión de los Nian y en el sur la de los Miao; estos levantamientos armados también fueron combatidos y derrotadas por los Qing (Jones 1978). Con esta inestabilidad política interna, las autoridades imperiales no consideraban prioritario combatir a las potencias extranjeras.
La victoria sobre el movimiento Taiping insufló a la dinastía nuevos bríos para enfrentar a las potencias occidentales. Si había combatido exitosamente a un movimiento armado de millones de personas, entonces era posible derrotar a los extranjeros. Surgió el Movimiento de Autofortalecimiento. En la década de 1860, este movimiento planteó la construcción de un ejército fuerte y moderno, capaz de competir con los ejércitos occidentales. Las autoridades imperiales comenzaron a comprar armamento occidental, luego a montar fábricas para producir localmente ese armamento y crearon grandes arsenales en lugares como Fuzhou, así como astilleros para producir barcos de guerra modernos. El movimiento fue importante porque significó aceptar que China podía aprender de Occidente (los chinos seguían considerando como bárbaros a los extranjeros), pero sus resultados fueron muy limitados.
El Movimiento de Autofortalecimiento no logró modernizar al ejército, pues para ello no era suficiente adquirir armas modernas, sino también tener un cuerpo de soldados disciplinados según las pautas de comportamiento desarrolladas en Europa. Para ello eran necesarios instructores, así como una reconfiguración de la composición social del ejército. Un gran defecto del Movimiento de Autofortalecimiento consistió en restringir la modernización únicamente al aspecto militar, sin considerar lo económico o político, rubros que también debía modificar si buscaba fortalecer el país para expulsar a los extranjeros (Kuo 1978).
Paralelamente al Movimiento de Autofortalecimiento, ocurrió también la Restauración Tongzhi. Entre 1861 y 1875 (periodo del emperador Tongzhi) la corte Qing impulsó reformas para integrar algunos conocimientos occidentales considerados como necesarios. Personajes como el príncipe Kung y Zeng Guofan plantearon la necesidad de adoptar instituciones extranjeras y métodos de industrialización occidentales como única ruta para fortalecer al país; al mismo tiempo impulsaron los métodos tradicionales de gobernanza confuciana para mantener el orden de cosas en el aspecto social.
Durante la Restauración Tongzhi, y en los siguientes años, se enfrentaron en la corte Qing dos grupos con proyectos de país distintos (Wright 1957). Por un lado, unos buscaban la modernización de China a imagen y semejanza de las potencias occidentales; por el otro, otros apostaban por aplicar métodos que en la antigüedad habían servido a China en épocas de crisis. Como resultado, ninguno de los proyectos triunfó completamente, solo dieron lugar a reformas puntuales sin una visión global de hacia dónde dirigir el país. Más que el interés por modernizar a China, privó en la corte Qing el interés por garantizar la supervivencia de la dinastía ante las amenazas representadas por las potencias extranjeras y la población china de la etnia Han. A los Qing les preocupaba fortalecer su dominio, no modernizar el país.
Un segundo momento de respuesta a los tratados desiguales tuvo lugar en 1898 y recibió el nombre de “Reforma de los cien días”. La derrota de China en la guerra con Japón y la imposición del tratado de Shimonoseki produjeron en la sociedad china un impacto más fuerte que el provocado por las derrotas ante las potencias occidentales, pues Japón durante muchos siglos había sido considerado por China como un país pequeño sin ninguna posibilidad de enfrentarse a ella. La suma de derrotas militares, los tratados desiguales y el éxito de Japón, dieron pie a un fuerte movimiento reformista. El principal representante de este movimiento fue Kang Youwei, un eminente intelectual imbuido en la cultura occidental y cuyo pensamiento tenía influencias del confucianismo, el cristianismo y el budismo.
Para Kang Youwei, Japón era un modelo que China debía seguir si quería modernizarse. Su impulso lo llevó a fundar sociedades de estudio en las principales ciudades chinas, a donde acudían miembros de la aristocracia local para conocer las nuevas ideas. Kang Youwei llegó a convertirse en consejero del emperador Guangxu, a quien convenció de la necesidad de llevar a cabo las reformas para modernizar el país. Durante cien días, el emperador dictó un conjunto de decretos para hacer modificaciones institucionales, como la eliminación del sistema de exámenes, el establecimiento de un programa de industrialización, entre otras, con miras a impulsar un desarrollo económico integral dirigido por un Estado fuerte (Chang 1978). Esta vez sí había un plan bien diseñado para enfilar a China hacia una rápida modernización, pero todo terminó abruptamente con el golpe de Estado realizado por Cixi. Guangxu dejó de ser emperador y Kang Youwei huyó al extranjero.
El tercer momento de respuesta a las potencias occidentales por parte de China llegó después de la Rebelión Boxer. Nuevamente derrotado, el gobierno imperial fue obligado a realizar las reformas tantas veces rechazadas. Los cambios institucionales, como el establecimiento de una monarquía constitucional, la creación de asambleas locales, provinciales y nacional, etc., fueron acompañadas por cambios en el manejo de la economía (Ichiko 1978). Los resultados de estas reformas nunca llegaron a observarse debido al estallido de la Revolución de 1911, la cual cortó de tajo dos mil años de historia imperial. Desde la Guerra del Opio hasta su desaparición, la dinastía Qing fue incapaz de ofrecer una respuesta coherente para modernizar a China de cara a las potencias occidentales.
5. Respuestas de Japón a los tratados desiguales
La reacción de Japón respecto a la llegada de las potencias occidentales fue muy diferente a la china. La firma de los tratados desiguales impuestos por los estadounidenses y británicos en 1854 levantó descontento entre algunos daimios que veían como una humillación para Japón los compromisos adquiridos. La inconformidad con los Tokugawa fue mayor porque estos habían firmado los tratados sin considerar la posición del emperador al respecto, quien era contrario a la apertura del país. En esta situación, los samuráis de los daimios Satsuma y Choshu, por su propia cuenta, comenzaron un movimiento armado bajo el lema de “lealtad al emperador y rechazo a los extranjeros” con la finalidad de expulsar a los occidentales; este movimiento fue apoyado por el emperador Komei, pero combatido por el shogunato Tokugawa, el cual venció, en 1864, con ayuda de las potencias occidentales.
Los daimios de Satsuma y Choshu aprendieron de su derrota y modificaron los fundamentos de su lucha: ahora plantearon conservar el espíritu japonés, pero al mismo tiempo adquirir la tecnología occidental. Como su lema dejó de ser la expulsión de los extranjeros, recibieron apoyo militar de Gran Bretaña, reorganizaron sus fuerzas y pactaron una alianza para combatir a los Tokugawa en nombre del emperador Meiji. Para este momento ya eran varios los daimios que habían comenzado a percibir al shogunato Tokugawa como una estructura débil, sin capacidad para gobernar. La situación dio paso a una clara división entre los daimios partidarios de los Tokugawa y los seguidores de Satsuma y Choshu, los cuales contaban con el apoyo del emperador. La guerra civil, conocida como guerra Boshin, terminó con la victoria de los rebeldes y la restauración total del imperio, simbolizada con el traspaso del emperador de Kioto a Tokio, antigua sede del poder shogunal. La Restauración Meiji de 1868 fue un punto de inflexión en la historia de Japón.
El nuevo régimen político buscó modernizar, fortalecer y unificar a Japón. Para ello, el gobierno imperial realizó reformas institucionales que terminaron con el feudalismo de los Tokugawa, eliminaron la división entre daimios y dieron al emperador el control de todo el territorio. Al mismo tiempo, los reformistas impulsaron la creación de un sistema educativo nacional con educación básica obligatoria para todos, eliminaron los privilegios de los samuráis para dar lugar a un ejército moderno, desaparecieron los rígidos estamentos sociales buscando una mayor movilidad social y terminaron con la política de rechazo a lo extranjero. Este conjunto de reformas, llevadas a cabo tan rápidamente, generaron protestas armadas entre ciertos grupos sociales, los cuales expresaron preocupación por una posible pérdida del “espíritu japonés” en favor de lo occidental. Algunos samuráis incluso iniciaron una rebelión, pero el nuevo ejército imperial completamente modernizado los reprimió exitosamente.
Un aspecto central de la Restauración Meiji fue la redacción de la Carta de juramento de 1868. En dicha carta el emperador declaró que Japón empezaría a buscar el conocimiento a lo largo del mundo para fortalecer los fundamentos del gobierno imperial. La declaración es importante por tres motivos. Primero, porque muestra un cambio radical de las autoridades hacia lo extranjero: mientras el shogunato Tokugawa había cerrado Japón para no contaminarlo con las influencias extranjeras, el gobierno Meiji abrió sus puertas totalmente y alentó las relaciones con los demás países. Segundo, porque las autoridades comprendieron rápidamente la necesidad de aprender de los occidentales, para lo cual debían dejar de considerarlos como bárbaros y establecer relaciones de igualdad; China necesitó varias décadas para dar este paso de aparente sencillez. Tercero, porque a partir de ese decreto las autoridades japonesas comenzaron a mandar delegaciones a Europa y Norteamérica para estudiar sus instituciones, su economía y su cultura, con miras a aplicar en Japón lo mejor de cada país occidental.
Las reformas políticas, sociales, económicas y militares permitieron a Japón sobreponerse a la situación de debilidad experimentada bajo el shogunato Tokugawa. Para 1889, cuando fue promulgada la Constitución y Japón pasó a ser una monarquía constitucional, el país ya estaba en pleno proceso de desarrollo. La demostración más evidente de la fuerza que había adquirido llegó con la guerra sino-japonesa de 1895, en la cual Japón salió victorioso, impuso duras condiciones económicas a China y extendió sus territorios. En los últimos años del siglo XIX, las potencias occidentales ya no veían a Japón como un país débil, sino como un competidor directo: en 1895, Francia, Alemania y Rusia armaron un ejército conjunto para replegar a Japón en la península de Liaodong en defensa de sus propios intereses coloniales. Pero la estrategia de desarrollo japonés ya estaba consolidada y siguió fortaleciendo al país: en 1905 derrotó a Rusia y colonizó nuevos territorios. Así, en treinta años, Japón pasó de ser víctima de las potencias occidentales a convertirse en una potencia asiática (Okuma 1900).
6. La industrialización en China
El Movimiento de Autofortalecimiento, la Restauración Tongzhi, la Reforma de los cien días y el periodo posterior a la Rebelión Boxer, fueron acompañados por políticas de industrialización impulsadas por las autoridades imperiales de Beijing. Durante el Movimiento de Autofortalecimiento, los esfuerzos por industrializar al país estuvieron limitaron al aspecto militar: fuera de la producción de armas y vehículos militares, el resto de la economía podía seguir funcionando de manera tradicional. La Restauración Tongzhi impulsó una industrialización más amplia cuando comprendió que la fortaleza del país no radicaba solo en el ejército sino también en la economía, pero los intentos por industrializar al país fracasaron porque las disputas internas de la corte Qing impidieron el diseño y ejecución de una política coherente.
La “Reforma de los cien días” tuvo como principal referente de industrialización a la Restauración Meiji y aplicó medidas de industrialización similares a las de Japón; la oposición de los sectores más conservadores de la corte impidió que este proceso echara bases suficientes para comenzar un despegue económico. Finalmente, en el periodo posterior a la Rebelión Boxer, las autoridades imperiales delegaron a los funcionarios más capaces la tarea de fortalecer las capacidades económicas del país por medio de empresas conjuntas estatales-privadas, pero la inestabilidad política nuevamente entorpeció la culminación de dichos planes.
En este último periodo, además de la inestabilidad política, otros factores dificultaron una industrialización exitosa: el pago de las reparaciones de guerra a las potencias mantenía débiles las finanzas del Estado, por lo tanto no podía financiar óptimamente toda la industria; muchas minas, ferrocarriles y telégrafos, potencialmente explotables por los chinos, ya estaban en manos de empresas extranjeras; la falta de administradores con experiencia y habilidad para el manejo de empresas modernas; las potencias extranjeras inundaban el mercado chino con productos manufacturados, contra los cuales difícilmente podían competir las empresas chinas; y el mal manejo de las empresas por parte de los funcionarios estatales ahuyentaba las inversiones de los capitales privados.
A finales del siglo XIX las principales exportaciones de China seguían siendo materias primas como té, seda, algodón, opio, ajonjolí, aceite y queroseno. Las empresas chinas eran pocas y de ellas solo un número ínfimo usaba maquinaria moderna (Wellington 1978). Hasta su desaparición, los Qing nunca pudieron echar a andar un proceso de industrialización capaz de levantar la economía china.
7. La industrialización en Japón
Japón comenzó su proceso de industrialización en cuanto inició la Restauración Meiji. A partir de 1868, el gobierno imperial comenzó a implementar una política de industrialización paralela a la modernización del ejército y de las instituciones políticas. La tierra fue privatizada y una parte importante fue concentrada en las manos de grandes terratenientes, por lo cual muchos trabajadores del campo empezaron a trasladarse a las ciudades para emplearse como obreros. Los samuráis, una casta guerrera durante siglos, fueron integrados a la dinámica económica en calidad de empresarios, o a la vida política como funcionarios del gobierno imperial. Por su parte, el Estado tomó en sus manos las principales instituciones financieras y empresariales previas a la Restauración y las entregó a un grupo de familias. De esta manera, el Estado y los privados establecieron una asociación de colaboración consistente en brindar protección y patrocinio estatal a la empresa privada (Shinishi 2019).
Los zaibatsus ocuparon un papel central en la industrialización de Japón durante el siglo XIX e inicios del XX. Los zaibatsus (literalmente “camarillas financieras”) fueron conglomerados de empresas organizadas en una estructura piramidal propiedad de una familia. En la punta de la pirámide estaba una institución bancaria responsable de financiar las diferentes empresas de la estructura; en la base estaban las empresas pequeñas; hacia arriba otras medianas; y así hasta llegar a la punta. La característica principal de estos zaibatsus fue su peculiar organización: el diseño organizacional buscaba eliminar la competencia entre ellos y favorecer la complementariedad. Este tipo de coexistencia pacífica fue adoptada por los japoneses después de estudiar la experiencia estadounidense. Los zaibatsus más exitosos (Sumitomo, Mitsubishi, Mitsui, Yasuda) eran la versión japonesa de los estadounidenses Rockefeller, Vanderbilt y Carnegie (Addicott 2017).
El éxito de la política industrial japonesa no radica solo en la organización empresarial, sino también en la instrumentalización de las relaciones confucianas profundamente arraigadas en la sociedad japonesa. La rigidez de las relaciones confucianas permitió que los reformadores adaptaran esos códigos a la nueva dinámica económica para mejorar su funcionamiento. El confucianismo exigía obediencia de los hijos y la esposa al padre, pedía obediencia de los gobernados al gobernante, promovía la armonía entre las personas, demandaba una autoridad (padre o gobernante) responsable del cuidado de sus subordinados (hijos o gobernados), y en general colocaba a la piedad filial como elemento cohesionador del orden social. Estas características del confucianismo fueron trasladadas al mundo empresarial: entre los empleadores y los empleados no había relaciones de explotación, sino de piedad filial; la empresa debía estar en armonía para que la sociedad estuviera en armonía; y los trabajadores debían obedecer el mandato de los empleadores como si fuera el de un padre o gobernante.
Además del confucianismo, los reformadores Meiji también utilizaron el sintoísmo. Éste era una forma de veneración a los antepasados que fue instrumentalizada para lograr la lealtad de las masas hacia la persona del emperador; incluso elevaron al emperador a la calidad de deidad. Con el confucianismo y el sintoísmo introyectados en todos los ciudadanos japoneses a través de la educación elemental, los reformadores lograron que todos asumieran como suya la responsabilidad del bienestar de la nación y, por lo tanto, desempeñaran sus actividades con el afán de fortalecer y engrandecer el orden establecido, no de amenazarlo (Tanaka 2011).
En treinta años, Japón pasó de ser un país con una economía fundamentalmente agrícola a producir bienes de consumo capaces de competir en pie de igualdad con las potencias occidentales. Su balanza comercial se transformó rápidamente: de exportar bienes con poco valor agregado e importar bienes manufacturados, pasó a exportar manufacturas y bienes de capital. Su industria no solo giró en torno a la producción de bienes de consumo, sino también invirtió en la industria pesada para producir acero, hierro y demás materiales que le permitieran contar con los recursos necesarios para impulsar potentes plantas industriales. A diferencia de China, en Japón no fueron las potencias extranjeras quienes construyeron las primeras vías férreas, sino el propio gobierno imperial. Con la conquista de mercados y territorios en China, Corea y Rusia, la industria japonesa alcanzó dimensiones inimaginables treinta años atrás.
8. Conclusiones
Cuando se comparan las estrategias de desarrollo seguidas en China y Japón en la segunda mitad del siglo XIX, se pueden señalar algunos elementos que influyeron en el fracaso de un caso y el éxito del otro. Ambos países compartieron rasgos comunes como el aislamiento del comercio exterior hasta mediados del siglo XIX, el rechazo armado a los extranjeros, la derrota militar ante las potencias, la imposición de tratados desiguales y la búsqueda de estrategias de desarrollo para expulsar a los extranjeros. A partir de ese punto cada país siguió un camino diferente.
Las autoridades chinas buscaron fortalecer el país para expulsar a los extranjeros y al mismo tiempo conservar el orden político, social y económico tradicional. Los repetidos fracasos en la estrategia de fortalecimiento llevaron a varias figuras de la corte a buscar una modernización más global de China, incluyendo la adopción de instituciones y prácticas occidentales; las disputas entre reformistas y conservadores en el interior de la corte Qing impidieron tanto la modernización como la conservación del orden tradicional. Las repetidas derrotas militares ante los extranjeros y la imposición de nuevos tratados desiguales terminaron de quebrantar el desgastado poder imperial de los Qing, que a principios del siglo XX llevó a cabo un último intento de modernización, antes de ser derrocado.
En Japón ocurrió la Restauración Meiji, la cual aceptó las relaciones con los extranjeros, realizó reformas económicas, políticas y militares, y enfiló al país a la producción industrial a través de los zaibatsus. Después del derrocamiento de los Tokugawa, los Meiji impusieron un programa de desarrollo desde arriba, por medio del cual eliminaron toda oposición significativa y reorganizaron la sociedad japonesa en torno a un mismo proyecto de país. Estas condiciones, y el relativamente menor número de tratados desiguales, permitieron a Japón ejecutar una exitosa estrategia de desarrollo.
Considerando los diferentes factores que influyeron en el desenlace de los procesos de desarrollo de China y Japón, se puede sostener que el factor político fue el de mayor peso en la estrategia seguida por cada país. En el caso de China, los primeros años la dinastía Qing estaba más preocupada por conservar su poder ante las rebeliones internas que por fortalecer al país, luego el sector más poderoso de la corte rechazó las reformas modernizadoras por temor a perder el poder. En Japón, la Restauración Meiji concentró todo el poder en manos de la autoridad imperial y desde ahí impuso un proyecto de desarrollo para integrar a toda la sociedad. La fragmentación política y la ausencia de un proyecto de desarrollo hegemónico retrasaron a China más de cien años en su estrategia de desarrollo: sólo después del triunfo de los comunistas, con la concentración del poder en un mando central, fueron echadas las bases políticas para desarrollar exitosamente el país. El factor político permitió a Japón desarrollarse desde el siglo XIX, mientras China debió esperar hasta mediados del siglo XX.
Referencias
Addicott, David A.C. (2017). “The Rise and Fall of the Zaibatsu. Japan’s Industrial and Economic Modernization”.
Chang, Hao (1978). Intelectual change and the Reform Movement, 1890-8. “The Cambridge History of China”, 11 (Part 1), pp. 274-228.
Connelly, Marisela (2020). Sistema tributario y el mundo sinocéntrico. En “Revista PORTES”, pp. 9-29.
Fairbank, John (2012). “El sistema de tratados. En China: de los Xia a la República Popular”. CIDE. Ciudad de México, pp. 175-177.
Gernet, Jaques (2005). “El mundo chino”. Crítica. Barcelona.
Ichiko, Chuzo (1978). “Policy and institutional reform, 1901-1911”. The Cambridge History of China, 11 (Part 1), pp. 375-415.
Jones, S. M., & Kuhn, P. A. (1978). “Dynastic decline and the roots of rebellion”. The Cambridge History of China, 10 (Part 1), pp. 107-162.
Khun Philip (1978). “The Taiping Rebellion”. En The Cambridge History of China, 10 (Part 1) Cambridge, pp. 264-317.
Kuo, T. Y., & Liu, K. C. (1978). “Self-strengthening: the pursuit of Western technology”. The Cambridge History of China, 10 (part 1), pp. 491-542.
Okuma, C. (1900). “The Industrial Revolution in Japan”. The North American Review, 677–691.
Shinichi, Kitaoka (2019). Chapter 1. Meiji Revolution: Start of Full-Scale Modernization. Seven Chapters on Japanese Modernization. JICA-Open University of Japan. Makuhari, Chiba: BS231, Apr.
Tanaka Michiko (2011). “Historia mínima de Japón”, El Colegio de México.
Wellington, K. C. (1978). “Government, merchant and industry to 1911”. The Cambridge History of China, 11 (Part 1), pp. 416-462.
Wright, Mary (1957). “The last stand of Chinese conservatism”, pp. 1-63.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario