MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

México, entre la inseguridad y la indiferencia gubernamental

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México está ardiendo. No en llamas visibles, pero sí bajo el calor abrasador de la inseguridad que consume la tranquilidad de millones de familias. Las calles que alguna vez fueron escenarios de vida, comunidad y esperanza hoy están marcadas por el miedo, la desconfianza y el silencio. 

La violencia no surge de la nada; es la manifestación más cruda de un sistema que perpetúa la pobreza, la exclusión y la desigualdad.

Desde el norte hasta el sur, el impacto de la violencia nos atraviesa a todos, sin importar clase social o región. Salir de casa, un acto antes cotidiano, se ha convertido en una decisión que genera ansiedad, porque nadie está exento de ser víctima de esta crisis.

Las cifras no mienten y pintan un panorama alarmante. Según el informe más reciente de Armed Conflict Location & Event Data (ACLED), México es el cuarto país con mayor nivel de conflicto en el mundo, sólo detrás de Palestina, Myanmar y Siria, naciones inmersas en conflictos bélicos abiertos.

La violencia en nuestro país ha alcanzado dimensiones de guerra civil entre cárteles, mientras la población civil queda atrapada en medio de este enfrentamiento. Más de 230 mil muertes violentas en 2024 son prueba de un sistema incapaz de protegernos.

Y detrás de estos números hay historias de familias destrozadas, de comunidades que ven desaparecer a sus miembros y de una sociedad que se ha acostumbrado a vivir con miedo.

¿Qué está fallando? Las políticas de seguridad actuales no solo son insuficientes; en muchos casos, son contradictorias y poco efectivas. El gobierno ha desplegado fuerzas militares en estados como Guanajuato, Sinaloa y Baja California, donde la violencia homicida es más grave.

Sin embargo, esta estrategia no ha atacado las raíces del problema: la pobreza estructural, la desigualdad social y la falta de oportunidades. La realidad es que, mientras las comunidades carezcan de opciones dignas para subsistir, el crimen organizado seguirá reclutando jóvenes y alimentando el círculo vicioso de violencia.

A esto se suma el problema de la corrupción dentro de las instituciones encargadas de la seguridad. Es desgarrador ver cómo policías municipales, estatales y hasta federales, que deberían ser garantes de nuestra protección, aparecen involucrados en crímenes o incluso en el amedrentamiento del pueblo trabajador.

Basta un vistazo a las redes sociales para encontrar videos, testimonios y pruebas de estas acciones que han erosionado la confianza ciudadana.

Y no olvidemos las desapariciones. Este es quizás uno de los rostros más crueles de la inseguridad en México. Miles de personas han sido arrebatadas de sus familias, y la mayoría de estos casos permanecen sin justicia. Las familias buscan incansablemente a sus seres queridos mientras enfrentan la indiferencia de las autoridades.

Este es un tema que golpea con fuerza, pero que, lamentablemente, no siempre ocupa los espacios que merece en el debate público. Y más allá de las cifras y los datos, la crisis de inseguridad tiene raíces profundas que no podemos ignorar.

Como señalaban filósofos y economistas en el pasado, la violencia no surge de la nada; es la manifestación más cruda de un sistema que perpetúa la pobreza, la exclusión y la desigualdad.

Cuando un joven crece en un entorno donde las escuelas están en ruinas, donde el empleo digno es un sueño inalcanzable y donde la esperanza parece una palabra vacía, el crimen organizado se convierte en una opción tentadora, aunque sea la más deshonrada.

Es evidente que el cambio no vendrá de arriba. Cambiar un partido político por otro no solucionará los problemas estructurales que enfrenta el país. La transformación verdadera debe surgir desde las bases, desde la organización y la movilización ciudadana.

Como sociedad, tenemos la responsabilidad de abrir los ojos, de educarnos y de educar a los demás. No podemos quedarnos de brazos cruzados esperando que alguien más resuelva el problema.

Debemos despertar. Debemos organizarnos. La unión, la fuerza y el coraje de la ciudadanía son las herramientas más poderosas para enfrentar esta crisis.

Es necesario ir a las colonias, a las comunidades, a los espacios olvidados por el gobierno, para explicar lo que está ocurriendo, para compartir lo que hemos entendido y para construir juntos una visión de futuro. El camino será largo, sí, pero también será el único que nos permitirá transformar verdaderamente nuestra realidad.

Un México donde nuestras familias vivan en paz, donde los jóvenes encuentren oportunidades reales, donde el miedo deje de ser parte de nuestra vida cotidiana, es posible. Pero para lograrlo, necesitamos unidad, compromiso y, sobre todo, acción.

No permitamos que el fuego de la inseguridad nos consuma. Apaguemos estas llamas con organización, educación y esperanza. Porque el México que soñamos no está tan lejos como parece; está en nuestras manos construirlo.

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