El homicidio del alcalde Carlos Alberto Manzo Rodríguez en Uruapan no es un hecho aislado; es el síntoma grave de una enfermedad que carcome los cimientos de nuestra nación.

Este crimen, ejecutado con una saña que estremece, debe servirnos no sólo para el lamento, sino para un análisis profundo de la realidad que padecemos.
Exigimos que el gobierno destine los recursos no a megaproyectos faraónicos que sólo enriquecen a unos pocos, sino a la creación de empleo, a la construcción de escuelas y hospitales de calidad, al fomento al deporte y la cultura.
Nos han querido vender la idea de que vamos mejorando en cuestión de seguridad y que la reducción de los decesos es una realidad, pero no es así: la verdad es otra y el homicidio de Carlos es una prueba de esto. Es el resultado directo de un sistema económico y social que ha abandonado a la sociedad a merced de la desesperación y la ilegalidad.
Manzo Rodríguez no fue víctima de la mala fortuna; fue víctima de un Estado que, en sus distintos niveles, ha sido incapaz de cumplir con su obligación primordial: “garantizar la seguridad y la justicia para todos”.
Manzo Rodríguez, como muchos otros valientes, alzó la voz para señalar la podredumbre que consume al país y a su municipio; denunció la presencia de cárteles, de fosas, de una violencia institucionalizada. Su pecado fue ser incómodo, fue romper el silencio cómplice que muchos prefieren mantener.
La respuesta no fue el apoyo operativo, la inteligencia o la fuerza legal del Estado; fue la crítica, la minimización de su denuncia y, finalmente, la bala homicida que lo silenció para siempre.

Este es el México real, no el de los discursos triunfalistas desde escritorios lejanos. Es el México donde la vida de quienes defienden al pueblo vale menos que los intereses políticos y económicos de unos cuantos.
La llamada estrategia de seguridad, basada más en la retórica que en la acción contundente, ha demostrado ser un fracaso estruendoso. No se puede construir la paz con abrazos para los criminales y abandono para el pueblo pobre. La paz es hija de la justicia y del bienestar social.
En Antorcha hemos sostenido que la violencia y la pobreza son dos caras de la misma moneda. Mientras existan municipios sumidos en la miseria, sin oportunidades de trabajo, educación o esparcimiento sano, el caldo de cultivo para la delincuencia será fértil.
Los jóvenes sin futuro son carne de cañón para los grupos criminales. Por eso, nuestra lucha no es sólo por seguridad; es por una transformación radical del sistema.

Exigimos que el gobierno destine los recursos no a megaproyectos faraónicos que sólo enriquecen a unos pocos, sino a la creación de empleos dignos, a la construcción de escuelas y hospitales de calidad, al fomento del deporte y la cultura en cada rincón de Tlaxcala y de México.
No basta con condenar el crimen desde un púlpito. Es necesaria una investigación seria y expedita que lleve a los responsables intelectuales ante la justicia.
Exigimos que los tres niveles de gobierno coordinen esfuerzos reales, no simulados, para proteger la vida de los ediles, periodistas y luchadores sociales que están en la primera línea de fuego.
Es hora de que el pueblo organizado alce la voz más fuerte que nunca. No podemos permitir que el miedo paralice nuestra lucha. La transformación no vendrá desde arriba si no hay una presión constante desde abajo.
La justicia, la seguridad y una vida digna no son privilegios: son derechos por los que debemos luchar sin descanso.
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