MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

En la política mexicana: ¿lucha de clases o lucha de castas?

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Hay quienes todavía, a pesar de las innumerables muestras de la descomposición interna del partido en el Estado, crédulamente confían en que las alianzas con los sectores más grotescos del PRI y el PAN son excepciones, que se mantienen impolutos ante estos agentes contaminantes gracias a la pureza de su guía, surgido de las filas mismas del priismo. Esta credulidad, sin embargo, además de ser un dañino autoengaño, comienza a observarse patética y burda cuando se descubren las innumerables evidencias que demuestran que Morena es, como todos los partidos que le antecedieron, solo una nueva casta dirigente que representa exactamente los mismos intereses que los partidos que le precedieron. 

No es el objetivo por ahora centrarnos en la composición interna del morenismo, tampoco volver el análisis sobre lo evidente; decir a estas alturas que Morena es el barco al que se subieron los oportunistas ávidos de poder de los partidos derrotados, sería tanto como decir que los perros ladran y las gallinas cacarean, y no se necesita un artículo para escribir obviedades. Lo necesario a destacar en este momento es la cínica demostración de un fenómeno que, a pesar de mantenerse intencionalmente oculto, no deja de revelarse cada vez con mayor contundencia en la política mexicana y del que debemos aprender como clase social, más allá de la versión telenovelesca y amarillista que la prensa vende.

En días pasados fue suspendido de sus funciones Santiago Nieto, flamante representante de la inteligencia financiera. Su destitución pasaría desapercibida, como la de cualquier funcionario en el gobierno en turno que, más allá de sus capacidades profesionales o políticas entra o sale según el ánimo del presidente cuya gracia es el máximo peldaño al que puede aspirar un político de hoy, característica similar a la del Júpiter de Creta, cuyos oídos se encontraban en los pies, y que ha hecho a más de uno romperse la columna para llegar lejos. Lo que destaca de la destitución de Nieto es que durante los primeros tres años de la administración obradorista se le encumbró como el santo verdugo de las persecuciones; él podía atacar, calumniar y perseguir impunemente a cualquier enemigo político del presidente porque su inmaculada honradez lo respaldaba. Lanzaba acusaciones sin fundamento, calumniaba y ofrecía enfurecido los dientes a cualquiera que no se sometiera al Poder, con la firme convicción de que esa honradez franciscana lo avalaba para tan terrible función. La honradez resultó ficticia y el santo, un diablillo más con ropajes canonizados por el gran patriarca. Sin embargo, en la fiesta por la que fue condenado al olvido el verdugo ahora culpable, salieron a relucir contradicciones que, como decía atrás, normalmente no están a la vista de la opinión pública y que hacen incluso a los fanáticos cuestionarse. 

A la boda de este santo de la austeridad acudieron “personalidades” de todo tipo. En ella, además del lujo y la fastuosidad, asistieron viejos militantes panistas y priistas como: Josefina Vázquez Mota, otrora candidata a la presidencia de la república por el PAN y Carolina Viggiano, priista de viejo cuño y posible candidata a la gubernatura por el estado de Hidalgo, entre otros tantos que, por el acuerdo de confidencialidad firmado entre los agasajados, no salieron a la luz. Que la clase política decida derrochar recursos en festejos de esta envergadura no es novedad; que el encargado de vigilar la austeridad de los funcionarios y organizaciones resulte ser uno de los miembros más corruptos del aparato parecería un suceso extraordinario, pero en México es costumbre. Lo realmente llamativo, no por inesperado sino por burdo, es la evidencia de la esencia que detrás de las formas esconde la política nacional; hoy todavía más cuando el partido en el Poder se autoproclama la excepción de la regla. Lo que la boda del verdugo castigado trajo consigo, fue la demostración flagrante de que detrás de las rencillas partidarias, el espectáculo en campaña y las descalificaciones aparentemente serias entre los partidos políticos, se esconde una hermandad, una relación que los une más íntimamente de lo que un partido político podría separarlos. El partido en el poder, como todos los que le han precedido, no es más que una casta a la que se le otorgó el gobierno en turno. Podrán tener diferencias y discrepancias personales con otros grupos o personas, pero se saben identificados por su condición de clase. Si alguna enseñanza debe sacar el pueblo de estos “momentos políticos”, debe ir más allá del amarillismo con el que pretenden agobiarlo y observar que ningún partido, por puro, diferente y popular que se declare, representa verdaderamente sus intereses. Que la política es sólo el escenario en el que el espectáculo se monta y que, tras bambalinas, los amarillos, verdes, azules o guindas, se abrazan, bailan y se dan la mano sin importarles la facha.

La lucha de clases fue, es y será el motor de la historia. Pretender resolverla con un cambio de partido político cuyas raíces se encuentren en las entrañas del poder mismo, es del todo imposible. Los de arriba han fraternizado no por intereses personales, sino por intereses de clase en los que está en juego algo más importante todavía: su existencia. En política todos los gatos son pardos. Quienes todavía hoy se ilusionan pensando en que ha llegado un nuevo partido a resolver contradicciones que por décadas se han solidificado, no hacen más que caer en la trampa de la alternancia: “cambiar todo para que todo siga igual”. Un partido de clase surge de abajo, no confraterniza con el enemigo, no se hermana debajo de la mesa para pelearse artificialmente por encima de ella; lleva a sus últimas consecuencias los intereses de la clase a la que representa. Así pues, para quienes a pesar de tanta evidencia continúan soñando con cambios artificiales producto de la piedad y misericordia de un hombre, la realidad se vuelve a revelar con contundencia y con su implacable terquedad grita estentóreamente a los sordos por convicción: el cambio no reside en la sustitución en el poder de una casta por otra de la misma clase, sino en el cambio del partido de clase cuyo origen puede y debe encontrarse, únicamente, entre las filas del pueblo organizado.

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