El año 2025 no ha traído consigo alivio para los guerrerenses, pareciera que estamos ante el reflejo de un espejo roto que evidencia el fracaso de una política que no beneficia a los pobres, y que cada imagen distorsionada en ese espejo muestra el dolor de las madres buscadoras, de las familias destrozadas y de comunidades que sufren los estragos de una fallida estrategia de seguridad.
Las cifras “oficiales” son frías e impersonales, pues no logran capturar el dolor que se vive en las calles, en las colonias de la periferia y en el mismo puerto de Acapulco que antes era un paraíso y que ahora es escenario de terror.
Pero más allá de los números, lo que verdaderamente indigna es la normalización de la violencia, la indiferencia cómplice de quienes tienen el poder para cambiar las cosas, pero lo único que hacen es declarar que ahora lo que importa es aprovechar los días festivos y no salvaguardar la vida de los acapulqueños.
La violencia día con día sigue escalando, alimentada por la impunidad que provoca la inacción gubernamental, pues según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en los primeros dos meses del año se registraron 214 homicidios dolosos en el estado.
Pero estas cifras, por sí solas, no dicen nada; lo que es doloroso e impresionante es lo que se oculta tras ellas: la absoluta falta de castigo para quienes cometen estos crímenes.
La situación en Acapulco es en verdad alarmante, pues la ciudad que alguna vez fue el orgullo turístico de México hoy se hunde en una espiral de violencia que parece no tener fin. Transportistas ejecutados, líderes sociales acribillados, familias exterminadas, políticos amenazados.
Por ejemplo, en este mes de abril, diecisiete personas fueron asesinadas en una semana, ¡en una semana! La respuesta de las autoridades locales ha sido, por decir lo menos, vergonzosa; mientras la población vive con el miedo constante, se les invita a “divertirse” en eventos públicos, como si el simple acto de pretender normalidad pudiera borrar la realidad del terror cotidiano.
¿Dónde está el gobierno federal? ¿Dónde están las instituciones que deberían garantizar la seguridad de los ciudadanos? Guerrero, a estas alturas, ya no necesita más discursos ni promesas vacías, sino acciones concretas: una fiscalía capaz de investigar, un sistema de protección efectivo para testigos y defensores de derechos humanos, presencia real de las fuerzas federales en las zonas que más han sido golpeadas por la violencia, pero, sobre todo, necesita que alguien en algún nivel de poder asuma la responsabilidad de lo que está ocurriendo.
La absoluta falta de castigo para quienes cometen estos crímenes es lo que se oculta tras las cifras oficiales, y lo que revela el verdadero rostro de un estado que vive una tragedia cotidiana en silencio.
Porque el caso más reciente, de los transportistas asesinados en Acapulco, es un ejemplo muy claro de este fracaso. Con estos crímenes, suman ya 27 choferes de taxis y camiones urbanos ejecutados en lo que va del año. Cada uno de ellos dejó a una familia, una historia, un sueño truncado.
Sin embargo, sus muertes parecen no importar más allá de las notas rojas de los medios locales, estatales y nacionales, pues no hay operativos efectivos ni estrategias para proteger a la población. No hay justicia, solo hay silencio.
Las familias de las víctimas en esta entidad no pueden seguir esperando, pues cada día que pasa sin justicia es un día más en el que el mensaje para la delincuencia es claro: sigan actuando, no habrá consecuencias.
Esta impunidad no sólo alimenta más violencia, también destruye la confianza en las instituciones, en la democracia y en la posibilidad de un futuro mejor.
Pero, ¿por qué hablo de todo esto? Como ustedes saben, compañeros, este pasado 12 de abril se cumplieron dos años del atroz asesinato de Conrado Hernández, su esposa Mercedes Martínez y su pequeño hijo Vladimir.
Estos crímenes son un caso emblemático de la crisis en cuestión. Conrado y Mercedes eran líderes de comunidades marginadas del centro del estado y de la Montaña, respectivamente; dedicaron su vida a gestionar la construcción de viviendas dignas, pavimentación de calles, a llevar agua potable a quienes no la tenían, entre otras demandas que permiten mejorar las condiciones materiales de quienes viven con precariedad.
Como ya decía, lo ocurrido con los compañeros asesinados no es una excepción, es la regla en un estado donde la impunidad ronda el 95 %. Es decir, de cada 100 asesinatos, sólo cinco llegan a una sentencia condenatoria; el resto se pierde en el papeleo de un sistema judicial colapsado, en fiscalías sin recursos, en investigaciones abandonadas.
Esta impunidad no es casual, es el resultado de años de abandono institucional, de una estrategia de seguridad fallida, de ausencia palpable del gobierno federal en un territorio que clama justicia a gritos.
La muerte de nuestros compañeros no fue un crimen más, sino un mensaje brutal para quienes, como ellos, trabajamos por un Guerrero mejor. Los mataron con saña, los mataron por luchar, y su caso, como tantos otros, sigue esperando justicia.
El gobierno federal tiene la obligación constitucional de garantizar la seguridad en Guerrero. Hasta ahora, ha fallado. Y mientras siga fallando, seguirán muriendo inocentes, seguirán llorando madres, seguirán creciendo los números en los informes oficiales, fríos e impersonales, que nunca podrán captar el verdadero costo humano de esta tragedia.
Hoy, Guerrero llora a sus muertos mientras el tiempo pasa y las respuestas no llegan. Pero hay algo que no callará: la exigencia de justicia. Por Conrado, por Mercedes, por Vladimir y por todas las víctimas de esta violencia, seguiremos alzando la voz. La justicia no es una petición, es una obligación.
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