Decía Edmond Thiaudiere, escritor francés, que “la política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular” y la política mexicana es el claro ejemplo de la veracidad de esta afirmación.
Se ha normalizado tanto que hablar de política sea despreciable y completamente ajeno, porque implica siempre meterte a cosas muy complejas y de mal gusto, que erróneamente ha permeado en todo el pueblo la displicencia ante todo lo que huela y sepa a política, dejando así en manos de los de siempre asuntos tan importantes e indispensables en una nación. Además, al dejar en sus manos el país, les permitimos que maquinen sus discursos, imponiendo su interés personal sobre los colectivos y disfrazando el primero por el segundo.
Y esto viene a razón, debido a la tan lamentable realidad que vive nuestro país en todos los aspectos y que son inherentes al funcionamiento de una sociedad; se torna indispensable el fortalecimiento de las políticas públicas para enfrentar la crisis derivada del impacto económico y social a nivel nacional e internacional.
La desaceleración de la actividad económica, la creciente pobreza económica e ideológica a niveles jamás vistos y la increíble, pero enorme ola de violencia y violación a los derechos humanos ha generado la preocupación de miles de mexicanos por el estancamiento generalizado del país, y que luchan desde sus trincheras por un cambio radical del estancamiento nacional.
Desde que estaba en campaña oficial, al tomar el poder presidencial y hasta el día de hoy, Andrés Manuel López Obrador se ha caracterizado por ser un fanfarrón y un orador locuaz, es decir, que habla mucho y que poco hace.
Pero este señor no es, desde 2018 hasta el momento, una persona sin responsabilidades y cuyas palabras y actos a nadie afecta, el papel que ahora tiene en la silla presidencial es de un trabajador público cuya función es determinante para el porvenir de las mismas personas que lo pusieron ahí y de quienes, por conocimiento y sabia elección, no votaron por él en su momento.
Su papel es, pues, el de cabezal de toda una sociedad muy compleja, se trata de tomar sabias decisiones, promulgar y ejecutar leyes que expida el Congreso de la Unión, tiene el poder y la obligación de nombrar y remover libremente a sus secretarios de Estado, embajadores (con aprobación del Senado), empleados de Hacienda, preservar además la seguridad nacional, tiene el poder de disponer de la totalidad de las fuerzas armadas, de declarar guerras incluso, dirigir la política exterior, celebrar y modificar tratados internacionales (con la aprobación del Senado), convocar a congresos y sesiones extraordinarias si así se requiriera, etc. Tiene en pocas palabras, una responsabilidad nacional, ya no es un don nadie cuyos actos, discursos y resultados le afecten de manera exclusiva a un círculo limitado, ya sea familiar o amistoso, si no que lleva tras sus decisiones, erradas hasta el momento, a más de 120 millones de mexicanos.
De esta manera, así como el sol no puede taparse con un dedo, los errores cometidos por el mandatario nacional no se pueden anular con discursos huecos, llenos de necesidad moral, de mentiras y de escusa, delegando culpas a gobiernos previos.
Estos actos bajos y ruines, de poco pundonor ante la opinión pública, única fuente que tiene para esconder sus nulos resultados me recuerda a un personaje histórico famoso por sus discursos y acciones. Me refiero a Adolfo Hitler, quien tenía la costumbre de brindaba discursos a quienes lo escuchaban y logró desarrollar la capacidad de poder evaluar rápidamente el estado de ánimo de su audiencia.
A excepción de AMLO, era un hombre que estaba bien informado, leía los periódicos diariamente, pintaba, sabía y hablaba extensamente sobre política y economía. Incluso hay referencias de personas que llegaron a conocerlo y cuyas declaraciones están bien documentadas, que practicaba inclusos los gestos, la respiración y movimientos de manos frente a un espejo antes de hablar en público. Solía ser monotemático y hablaba sobre sus hazañas en la guerra, solían, dicen alguno, ser aburrido y tedioso escuchar siempre lo mismo, pero sabía que quería su audiencia escuchar, y se lo daba. Muy semejante, a excepción de la fluidez y práctica para hablar y conocimiento sobre política, es Andrés Manuel.
No sabe como gobernar al país porque no sabe cuales son sus problemas esenciales y mucho menos su solución. Lo que sabe es a donde quería llegar, dejar huella en la historia, fanfarronear sobre lo moralmente buena que es su administración y ocultar como el polvo bajo una alfombra, sus políticas erradas y huecas. Debemos dejar de pensar que no nos compete hablar de política o de economía, debemos empezar a unirnos y educarnos para llegar a entender el verdadero mal de la sociedad.
Llegar a entender que precisamente el hecho de que el poder político y económico esté siempre en manos de enemigos del pueblo es lo que tiene al pueblo pendiendo de un hilo un gobierno si y otro también. Solo el pueblo conoce bien sus propios intereses y necesidades, solo ellos deben y pueden mejorar su situación. Unidos y organizados lograrán cambiar transformar realmente a la sociedad, como decía Allende: “Mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los Trabajadores!”
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