MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El arte como herramienta de transformación social

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En un mundo convulsionado por conflictos bélicos, desigualdades económicas y crisis humanitarias, resulta fácil caer en la desesperanza. Sin embargo, existen iniciativas que, desde la trinchera del arte y la cultura, demuestran que otro futuro es posible.

El Segundo Festival Internacional “Las Culturas del Mundo”, organizado en Puebla con la participación del Movimiento Antorchista, no es solo un espectáculo folclórico; es un acto de resistencia, un llamado a la unidad y un recordatorio de que la belleza puede ser un antídoto contra la barbarie.

 

El poeta Luis G. Urbina escribió: “Cuando todo acabe, sólo quedará lo que el arte ha salvado”, frase que refleja el trabajo de Antorcha, que insiste en que la cultura no es un lujo, sino un salvavidas.

El Movimiento Antorchista ha construido, a lo largo de 51 años, un modelo único de promoción cultural que desafía las barreras de clase. Mientras en muchas partes del mundo el arte se convierte en un privilegio de élites, los antorchistas llevan danza, música, teatro y poesía a las comunidades más marginadas de México.

Las Espartaqueadas Culturales (eventos que reúnen a miles de artistas populares) son prueba de que el talento no nace exclusivamente en los centros urbanos o en las academias costosas, sino que florece en los rincones más olvidados del país.

Este festival internacional, avalado por el CIOFF (Consejo Internacional de Organizaciones de Festivales de Folklore), es la culminación de ese esfuerzo. Al reunir a compañías de Polonia, Rumania, Sudáfrica, Colombia y Costa Rica, junto al Ballet Nacional de Antorcha, se teje un diálogo intercultural que celebra la diversidad sin borrar las identidades.

En un momento histórico donde los discursos de odio y xenofobia ganan terreno, eventos como este son un recordatorio: las diferencias no nos dividen; nos enriquecen.

Antorcha no concibe la cultura como un mero entretenimiento; para el Movimiento Antorchista, el arte es un instrumento de conciencia social. No se trata de hacer arte por ocio, sino porque es la herramienta fundamental para cambiar las mentes. Antorcha lo sabe y, por ello, utiliza el folclor para cuestionar un sistema que ha perpetuado la pobreza y la exclusión.

El festival en Tecomatlán (sede simbólica del movimiento) no es casual. Al presentar danzas tradicionales en un municipio rural, se desafía la centralización cultural que relega a las comunidades pobres a ser espectadoras pasivas.

Los antorchistas, en cambio, las convierten en protagonistas. Sus artistas viajan “a pie y con recursos propios” para enseñar en escuelas rurales y colonias marginadas. Este compromiso contrasta con la mercantilización del arte en otros espacios, donde el acceso depende del bolsillo.

Mientras el mundo contuvo el aliento ante los bombardeos a Irán y la amenaza de una escalada nuclear, en Puebla se bailaba. La paradoja no podría ser más elocuente: frente a la destrucción, la creación; frente al miedo, la esperanza.

El poeta Luis G. Urbina escribió: “Cuando todo acabe, sólo quedará lo que el arte ha salvado”. Esta frase resuena en el trabajo de Antorcha, que insiste en que la cultura no es un lujo, sino un salvavidas.

El festival, entonces, adquiere un significado profundo: es un acto de fe en la humanidad. Al mostrar las danzas de Rumania o los ritmos africanos, se demuestra que cada pueblo tiene algo valioso que aportar, y en esa reciprocidad artística se siembra la semilla de la paz. No se puede proteger lo que no se conoce. El antorchismo, al difundir las culturas del mundo, construye puentes donde otros levantan muros.

Claro, ningún movimiento está exento de cuestionamientos. Algunos podrían argumentar que, en un país con carencias materiales tan graves, priorizar el arte parece un despropósito, pero esa crítica parte de una visión reduccionista que ignora cómo la cultura alimenta el alma colectiva.

¿De qué sirve saciar el hambre del cuerpo si se muere de hambre espiritual? Antorcha entiende que la lucha por la justicia social es multidimensional: exige pan, pero también poesía.

Otro reto es la sostenibilidad. Mantener un proyecto cultural de esta envergadura (con decenas de grupos en los 32 estados) requiere recursos y voluntad política. El reconocimiento del CIOFF no solo valida su calidad artística, sino que también revela una necesidad: mayor apoyo institucional. Si el Estado mexicano realmente cree en el arte como derecho constitucional, debería mirar hacia modelos como este.

Al cerrar el festival en el imponente Teatro Aquiles Córdova Morán, los asistentes no solo presenciaron un espectáculo; fueron testigos de un manifiesto. Un manifiesto que dice: la cultura no es el adorno de una sociedad, sino su cimiento. Que el arte no es evasión, sino confrontación con la realidad. Y que, como soñó Nezahualcóyotl, solo vale la pena habitar este mundo si dejamos flores y cantos.

El Movimiento Antorchista, con sus limitaciones, ha logrado algo extraordinario: demostrar que el arte puede ser revolucionario. En un México fracturado por la violencia y la desigualdad, su apuesta por la belleza compartida es un acto de rebeldía. Quizá en esa rebeldía esté la clave para construir la patria fuerte y solidaria que todos merecemos.

Mientras las potencias invierten en armas, los antorchistas invierten en danzas. ¿Quién está realmente ganando la batalla?

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