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Controversias y tratados comerciales: volver al inicio

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Los principales medios de comunicación ven con pavor el desarrollo de las controversias entre Estados Unidos (EE. UU.) y México por la política energética de nuestro país en el marco del T-MEC. En contraste, el gobierno enfatiza que las políticas en este ámbito son legítimas y que no hay nada que temer. 

Y mientras nos perdemos en los detalles legales del conflicto, el aspecto central pasa desapercibido: ¿Por qué un tratado comercial puede limitar la política energética de los países miembros? Y aunque parezca innecesario cuestionar esto, al hacerlo podemos entender la verdadera función de los tratados comerciales.  

Un tratado de libre comercio, en teoría, se encargaría exclusivamente de reducir o eliminar los obstáculos para que las mercancías de un país se vendan en otro. Y estos obstáculos principales son los aranceles y las cuotas de importación. Los primeros son los impuestos que pagan los productores de un país cuando venden al exterior y, las segundas, límites máximos de importación de ciertas mercancías, impuestos por el país en turno. Eliminando aranceles y cuotas de importación, desaparecen las principales barreras para el comercio entre los países. Así pues, esperaríamos que el contenido principal de los tratados comerciales fuera el relacionado a estas formas de proteccionismo. De hecho, esto era así en los primeros tratados comerciales multilaterales, siendo el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, en inglés) el exponente principal. Los países miembros de este tratado negociaban la reducción de aranceles y cuotas con los demás miembros, buscando aumentar el acceso a los mercados exteriores sin poner en riesgo a las industrias y productores nacionales. 

Sin embargo, el economista turco, Dani Rodrik, en un polémico artículo de 2018, explica cómo, a partir de 1995, con la entrada en vigor del TLCAN, la mayoría de los tratados comerciales bilaterales expandieron enormemente su campo de acción, yendo muchísimo más allá de aranceles y cuotas de importación.  Así, la determinación de las regulaciones económicas de los países firmantes se convirtió en el contenido central de estos tratados. Además, estos nuevos tratados otorgaron por primera vez a los inversionistas la posibilidad de demandar a los gobiernos extranjeros cuando se violaran las especificaciones del tratado. Y de esto surge la pregunta obvia: ¿Quién se beneficia de las regulaciones allí aprobadas?

El ejemplo más claro es el de los Derechos de Propiedad Intelectual (DPI). Los DPI le otorgan a un innovador una patente que lo convierte en un monopolio durante un tiempo definido, y lo protegen de que otras personas imiten y hagan uso de su innovación sin pagarle por ello. Las implicaciones de esto es que los consumidores de un país que protege fuertemente los DPI deberán pagar precios muy altos por productos protegidos por patentes (como los medicamentos), y que las empresas no podrán adaptar o copiar métodos de producción protegidos por patentes, so pena de ser demandados por piratería. Y, como no podía ser de otra forma, quienes pugnaron por incluir aspectos de propiedad intelectual en los tratados comerciales fueron las grandes empresas farmacéuticas y tecnológicas, que tenían muchísimo que ganar de ser monopolios en los países subdesarrollados, a expensas de los consumidores locales y las estrategias de desarrollo tecnológico nacionales.

Así, con su lugar privilegiado en las negociaciones de los tratados comerciales, los grandes grupos empresariales pueden determinar regulaciones, estándares de seguridad y sanidad, derechos de propiedad intelectual, reglas de origen y, en el caso del T-MEC, también la política energética y laboral. En síntesis: firmar modernos tratados comerciales bilaterales equivale a la reducción efectiva de la soberanía nacional en favor los actores más con más poder de negociación.

Allí yace la enorme contradicción de Andrés Manuel López Obrador, cuando afirma que no reculará en su política energética porque “Eso no está sujeto a ninguna negociación, a ningún tratado. Es un asunto de principios” (Proceso, 18/10/2022). La clave es que eso no es cierto: al firmar el T-MEC, la política energética, laboral, de propiedad intelectual y de inversiones, todo eso, sí quedó sujeto al tratado. Si la 4T aspiraba a expandir su espacio de maniobra en estos ámbitos, debió haberlos incluido con mano firme en las negociaciones del T-MEC, o de plano rechazar la firma del tratado.

Pero no lo hizo y hoy estos desplantes superficiales de nacionalismo no son solo inútiles, sino contraproducentes. Los medios y élites dominantes reconocen esto último, pero callan sobre el carácter imperialista de los modernos tratados comerciales: para ellos vale la pena sacrificarlo todo con tal de tener acceso al mercado más rico del mundo y a sus inversiones. Ninguna de estas posturas es lo que necesita México para salir del subdesarrollo.

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