La vivienda digna no es un privilegio ni un favor del gobierno en turno: es un derecho humano y constitucional de toda familia mexicana. Así lo establece el artículo 4° de la Constitución, que reconoce el derecho de toda persona a disfrutar de una vivienda adecuada. Sin embargo, entre lo que dice la ley y lo que viven millones de familias hay una brecha cada vez más profunda, marcada por la especulación inmobiliaria, la omisión de las autoridades y un modelo de desarrollo urbano que prioriza la ganancia sobre la dignidad humana.

A lo largo y ancho del país se construyen miles de viviendas cada año, pero basta recorrer los nuevos fraccionamientos para constatar una realidad alarmante: casas con espacios mínimos, reducidos al extremo, que parecen más casas de juguete que hogares pensados para una familia. En muchas zonas donde la demanda de vivienda crece día con día, las inmobiliarias ofrecen casas de apenas tres metros de frente, con una diminuta sala-comedor, un mini baño y una sola recámara. Pretender que ahí viva dignamente una familia promedio, y más aún una familia numerosa, es una burla. Eso no es garantizar el derecho a la vivienda digna; es condenar a la gente al hacinamiento.
El problema no es solo el tamaño, los materiales con los que se construyen estas viviendas suelen ser de mala calidad: muros endebles, instalaciones deficientes, filtraciones, grietas y fallas estructurales que aparecen a los pocos meses o años. Esta situación deja al descubierto una realidad incómoda: los favores políticos y la cercanía entre empresarios inmobiliarios y la élite del poder. Mientras unos obtienen permisos, subsidios y ganancias millonarias, quienes pagan los platos rotos son las familias trabajadoras, que se endeudan por décadas para adquirir una vivienda que no cumple su función básica y que, además, exige constantes reparaciones pagadas de su propio bolsillo.
A esto se suma el alto costo de la vivienda y de las rentas, que se han vuelto prácticamente impagables. Datos oficiales del INEGI y de la Comisión Nacional de Vivienda (Conavi) indican que en México existen más de 9 millones de personas con rezago habitacional, ya sea porque no cuentan con vivienda propia, viven en hacinamiento o habitan casas construidas con materiales precarios. Al mismo tiempo, el costo de la renta se ha disparado: en muchas ciudades del país, una renta modesta absorbe entre el 30 y el 50 por ciento del ingreso mensual de una familia, cuando los estándares internacionales recomiendan que no supere el 30 por ciento. Para millones de mexicanos, pagar renta o un crédito hipotecario significa sacrificar alimentación, salud o educación.

Ante este panorama, la pregunta es inevitable: ¿dónde están las autoridades? Lejos de poner orden, regular el mercado y garantizar que las viviendas cumplan con criterios mínimos de espacio, calidad y servicios, los gobiernos han permitido que la vivienda se trate como una mercancía más. Los trámites son excesivamente burocráticos para el pueblo, pero flexibles para los grandes desarrolladores; los apoyos no llegan a quienes más los necesitan; y la planeación urbana suele ignorar la creación de escuelas, áreas verdes, espacios culturales y deportivos.
Frente a esta realidad, la lucha por un terreno donde construir un patrimonio o por una vivienda con características óptimas para vivir cómodamente se ha convertido en una batalla cotidiana. No es solo una necesidad material, es una lucha por la dignidad, por el derecho a desarrollarse plenamente como familia. Y esta lucha, histórica y constante, ha sido uno de los ejes fundamentales del Movimiento Antorchista Nacional.
No ha sido un camino fácil, durante décadas, miles de familias organizadas han enfrentado indiferencia, descalificaciones y obstáculos legales y políticos. Sin embargo, gracias a la unión, la fraternidad y la organización de quienes se agrupan en los comités y grupos de solicitantes de terreno en todo el país, hoy es posible señalar avances concretos: colonias dignas, con trazo urbano, servicios básicos, escuelas, espacios culturales, parques, canchas deportivas y áreas de convivencia comunitaria. Eso vale mucho más que una casa de “interés social” mal construida y aislada, que solo genera problemas y frustración.
Los mexicanos debemos exigir viviendas con espacios suficientes, donde una familia promedio pueda vivir cómodamente, sin estar amontonada. Vivir hacinados no es vivir; aceptar casas diminutas y defectuosas no es ejercer un derecho. También es indispensable exigir trámites menos burocráticos, costos accesibles y una verdadera política pública de vivienda que ponga en el centro a las personas y no al negocio.
Mientras esto no ocurra, mientras el derecho constitucional a la vivienda siga siendo letra muerta para millones, los antorchistas seguiremos luchando, como lo hemos hecho desde hace más de 50 años, para que todas las familias mexicanas cuenten con una casa digna, un hogar verdadero, como lo marca la ley y como lo exige la justicia social.
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