MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Los avatares del leninismo en México: el surgimiento de la Liga Leninista Espartaco y los debates en torno al centralismo democrático

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En el año de 1960, impulsada por José Revueltas, se fundó la Liga Leninista Espartaco (LLE), amalgama de tres células expulsadas del Partido Comunista Mexicano: la célula Carlos Marx, la Federico Engels y la Joliot Curie. La LLE nació de la necesidad de consolidar un auténtico partido de la clase trabajadora en México. Y es que, según el análisis y la crítica de los integrantes de las células rebeldes, a pesar de que desde la segunda década del siglo XX se diera la circunstancia de que en México existiera un nominal partido comunista reconocido por la Unión Soviética que se apropiaba de las consignas generales del comunismo; su incapacidad de comprender la realidad mexicana y elaborar un programa que condujera a la independencia ideológica del proletariado, y posteriormente a la organización de la revolución lo hacían, en realidad, un simulacro, un partido comunista inauténtico.

El lustro inmediatamente anterior a la conformación de la LLE fue testigo del desmoronamiento de la unidad interna del PCM, sostenida artificialmente tan sólo por la burocratización y el oportunismo internos y por la utilidad que tenía para el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Pero una grieta comenzó a resquebrajarse después de la muerte de Stalin, el XX Congreso del PCUS y la invasión de la URSS a Checoslovaquia. En ese contexto, el escritor José Revueltas, militante del partido, inició un proceso de crítica y autocrítica del desempeño histórico del PCM, y como despertando al mundo después de un periodo de letargo, escribía: “Hubo esos largos años durante los cuales la crítica estuvo perseguida y la autocrítica groseramente deformada, por desgracia no sólo en México. Años en que los comunistas del mundo entero hubimos de aceptar las transgresiones más burdas del marxismo-leninismo”. Pero la crítica estaba en marcha y nada podía detenerla.

Para 1960, el PCM se encontraba disminuido a su mínima expresión o, en palabras de Barry Carr, “Para 1960 el PCM estaba a punto de desaparecer”, en gran medida por deficiencias internas importantes: la burocratización de la dirigencia y la militancia, pues “ser miembro del PCM significaba cotizar, comprar La voz de México y acudir cuando se les llamaba a proyectos”: su marginal influencia en los sindicatos, en las universidades, en el magisterio y en las organizaciones campesinas y su nula importancia y significación política en el país. A eso se sumaba un problema aparentemente impensable para un partido comunista que se concebía como vanguardia del proletariado: dentro del PCM, empezando por la dirigencia de Dionisio Encina, se había defenestrado el estudio teórico del marxismo. Algunos militantes criticaron el escaso nivel teórico incluso en los cuadros más altos de la dirección: “De la fracción encinista no había uno siquiera que hubiera leído un libro importante de Marx.” o como sentenciaba, de nuevo, Revueltas: “hemos caído tan bajo en el nivel ideológico que el uso del lenguaje marxista se mira hasta como sospechoso, quién sabe qué cosas de intelectuales.” La abjuración de la teoría revolucionaria era sintomatología de una problemática más profunda

También a un nivel menor, pues lo pequeño no tiene que compararse con lo grande si no quiere confundirse, en el PCM se replicaron (de mañera bastante ridícula) las expulsiones, las purgas y el ostracismo de algunos de los militantes más críticos, y en alguna medida, los más valiosos, puesto que, siguiendo a Barry Carr, los disidentes fueron con frecuencia los primeros hombres y mujeres que rompieron con la ortodoxia estéril e intentaron una reconciliación de la tradición socialista con las realidades cambiantes de la sociedad mexicana. Además, la corrupción tuvo su lugar en las deformaciones internas del PCM: el uso y abuso personal de los bienes del partido para el beneficio exclusivo de los miembros de la dirigencia fueron temas expuestos y criticados, aunque no tuvo mucha repercusión.

Pero todos estos tropiezos circunstanciales, y de hecho naturales en toda formación política, no constituían un peligro mayúsculo ni el error fundamental que lastraba al PCM y que lo condenaba, de hecho, a su inexistencia histórica. La crítica auténtica, real, racional que el PCM no quería y no podía afrontar era la dinámica en la que funcionaba, la simulación en que se había instalado que negaba cotidianamente los principios sobre los cuáles supuestamente se fundó. José Revueltas, de nuevo, sentenciaba: "por cuanto a la autosuficiencia y al sentirse el “partido de la historia”, conviene no dejarnos llevar por el tentador sofisma cuya cola aparece por debajo de las palabras. Se es un partido comunista cuando se merece serlo, cuando se ha demostrado el derecho a serlo, cuando se ha conquistado a pulso y en plena lucha el derecho a serlo".

En pocas palabras, el partido comunista únicamente merecería la denominación de partido cuando en la realidad se correspondiera la verdadera existencia de ese partido. José Revueltas parecía advertir: no se nace siendo partido comunista, se llega a serlo.

Para Revueltas y los integrantes de las células rebeldes, el PCM era una formación política que había usurpado unas siglas que no representaba. Los dos errores fundamentales del PCM que impedían su existencia real eran, en primer lugar, el autoritarismo y en segundo el dogmatismo. Estos dos conceptos, que en nuestros días han perdido su significado y son usados como venablo para atacar cualquier opinión política distinta a la personal, en la pluma de Revueltas adquirían un significado concreto y, por tanto, verdadero.

El autoritarismo, según Revueltas, derivaba en el culto a la personalidad, en la divinización de los dirigentes y en la abolición de los métodos de discusión colectiva. Cuando la opinión de los dirigentes se imponía como una condena sobre las bases, sin una discusión colectiva previa, interpretando la palabra del caudillo como las tablas de Moisés o como el huehuetlaltolli, se clausuraba la vía de conocimiento colectivo; se fortalecía el autoritarismo a costa de la democracia hasta llegar a la abolición efectiva de la democracia y la sustitución de la línea del partido por la opinión del líder.

Para sostener el funcionamiento de esa dinámica organizativa, como otra maldición bíblica para el comunismo, la dirigencia del partido echaba mano del dogmatismo. Para José Revueltas el dogma dentro del PCM operaba de la misma manera que en la religión: como afirmaciones que no podían comprobarse en la práctica, una verdad no comprobable, un autoengaño aceptado silenciosamente para eludir la responsabilidad de comprobar esa afirmación en el devenir concreto de los acontecimientos.

El dogmatismo instalado en la cúpula del PCM no era un dogmatismo “vago, inasible, flotante”; era un dogmatismo sólido, concreto que se manifestaba en la idea irreal de considerar y encumbrar al PCM como vanguardia de la clase obrera. Al considerar que esa calidad de vanguardia se lograba por unción o por insuflación divina y no por medio de la construcción práctica e ideológica de la vanguardia. La tarea inicial de una organización de vanguardia que quisiera representar a la clase obrera y convertirse en un partido comunista auténtico era construir una alternativa real que acompañara y dirigiera al proletariado en medio de la lucha de clases.

Tras la expulsión de las células rebeldes del PCM y un breve paso por el Partido Obrero Campesino Mexicano, los integrantes de esta diáspora, dirigida por José Revueltas, entre los que destacaban los intelectuales Eduardo Lizalde, Jaime Labastida y Enrique Gonzáles Rojo Arthur, se lanzaron a la tarea de construir una alternativa capaz de sustituir, sepultar y superar al PCM y construir la cabeza del proletariado.

¿Qué era el centralismo democrático y cómo podía ponerse en práctica en México? Para Lizalde y Revueltas, el confundir el centralismo democrático con la disciplina de los militantes resultaba peregrino y monstruoso y desde sus orígenes la lucha de la LLE consistió en desaparecer “la disciplina cuartelaría, las persecuciones ideológicas y el autoritarismo, la libertad limitada y el control ideológico ([pues] los solos términos ya huelen a represión medieval)”[1]: "el centralismo democrático, como la materialización de la dialéctica de la vida partidaria no se limita exclusivamente a la vida y la disciplina de partido. Hay que continuar luchando contra las deformaciones dogmáticas y oportunistas del marxismo que quieren reducir el centralismo democrático a su aspecto mecánico y administrativo, que se concibe como pura y ciega subordinación de organismos inferiores a superiores".[2]

Estas discusiones, que se dieron en un contexto en que José Revueltas languidecía como dirigente de la LLE, llevó a esa organización a una división sobre la correcta interpretación sobre el centralismo democrático. La minoría, agrupada en torno a la figura de Revueltas, consideraba el centralismo democrático como el método de funcionamiento del Partido derivado de la teoría materialista, que considera la democracia interna como un instrumento de conocer colectivo: una “unidad indivisible que se expresa en la libre discusión de los problemas y la acción monolítica”[3]. La democracia interna, su importancia dentro del centralismo democrático y la lucha contra sus deformaciones constituían según Revueltas: “el más preciado capital histórico de la LLE”.[4]

En cambio, Enrique González Rojo y la mayoría sostenía que el centralismo democrático implicaba, además de democracia y discusión colectiva, la necesidad de establecer una vigilancia del comportamiento de todos los integrantes pues aunque el culto a la personalidad había efectivamente aniquilado arbitrariamente la libertad real de los militantes, “el debate a esa deformación de la conciencia colectiva, no debe hacernos caer en el otro extremo de negar la necesidad de fomentar y vigilar la necesidad real del ideólogo y del militante.”[5] Y finalmente sentenciaba: "al criticar a Stalin en lo que tiene de criticable, debemos de hacerlo desde posiciones leninistas y no desde posiciones liberales, individualistas, que primero condenan en bloque toda gestión estalinista, segundo, atribuyen al estalinismo, así estigmatizado y demonizado, como de contrabando, ciertos elementos científicos del leninismo, y tercero, se nos presenta un Lenin individualista, blandengue, pequeñoburgués".[6]

Cabe apuntar que en la disputa de la concepción sobre el centralismo democrático la minoría (término, por demás muy preciso, pues en este preciso caso, la minoría se trataba de no más de diez individuos) terminó desertando de la LLE y la concepción mayoritaria finalmente terminó estableciéndose como la correcta. También es importante señalar que lo que nos ha parecido más importante sobre las discusiones dentro de la LLE fue la participación activa de comunistas mexicanos intentando dirigir la mirilla de manera correcta para dirigir al partido por medio de la lucha de clases.

Aquiles Celis es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

[1] Eduardo Lizalde, Así se forma la cabeza del proletariado: “La lucha contra los molinos de viento del “liberalismo” no hace más que ocultar el dogmatismo”, p. 23.

[2] Idem

[3] José Revueltas, “Apartado sobre la teoría leninista del partido sustentado desde su fundación por la LLE,” Obra Política, Tomo 2, p. 452.

[4] José Revueltas, “Carta de José Revueltas a la LLE”, Ibid., p. 464.

[5] Enrique González Rojo, “El libertinaje, asimilación práctica de la necedad”, Así se forma la cabeza del proletariado, op. cit., p. 30

[6] Ibíd., p.33

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