La historia de este país me ha enseñado a desconfiar de los regalos envueltos en papel de propaganda oficial, y lo menciono por el reciente anuncio del secretario del Trabajo, Marath Bolaños, sobre la instauración, por instrucción de la presidenta Sheinbaum, de la semana de 40 horas laborales, que casualmente entrará en vigor dentro de cinco años, cuando serán las elecciones para elegir quién gobernará nuestro país. No cabe duda de que es un grito para ganar votos para esas elecciones.
La reducción de la jornada formal sin aumentar el salario real es una estrategia para engañar el aumento salarial sustancial que la clase obrera necesita y merece.
Para entender este engaño, debemos recordar los orígenes de la explotación capitalista. Karl Marx, en su libro El capital, explicó cómo el capitalista explota al obrero gracias a la plusvalía: el obrero vende su fuerza de trabajo, pero el valor que genera en la jornada excede con creces el salario que recibe. Ese excedente, la plusvalía, es la fuente de la ganancia del capitalista. La lucha por la jornada laboral es, en esencia, la lucha por cuánta plusvalía se extrae.
Durante el siglo XIX (Revolución Industrial), las jornadas eran de catorce a dieciséis horas diarias, seis o siete días a la semana. Una explotación descarnada donde hombres, mujeres y niños eran consumidos como carbón en la máquina productiva.
Pero gracias a luchas obreras en los siglos XIX y XX, con la presión sindical y el miedo a la revolución, se forzaron concesiones. La demanda de las ocho horas (ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de recreación) se convirtió en bandera global.
No fue un regalo, fue gracias a huelgas, represión y organización que muchos países lograron estandarizar las 48 horas semanales (seis días de ocho horas), avanzando después, en algunos casos, a 40 o 45 horas (cinco días) en la segunda mitad del siglo XX. Cada minuto reducido costó lucha.
¡Y qué lucha! Pero aquí está el núcleo del fraude actual: reducir horas sin tocar los salarios miserables es una burla, no un avance. El propio Coneval revela la cruda realidad: el ingreso laboral mensual promedio formal ronda los 10 mil 584 pesos; una miseria que ni siquiera cubre la canasta básica familiar, mucho menos la erosión constante de la inflación.
Los trabajadores informales, ese 54.6 % de la población, sobreviven con apenas 5 019 pesos mensuales. Ante esta barbarie, ¿de qué sirve devolverles ocho horas a la semana para que las usen como mejor les convenga, como si fueran niños recibiendo un juguete nuevo?
Esas horas “liberadas” no serán para el disfrute o el bienestar familiar que pregona el discurso oficial del “humanismo mexicano”; serán para buscar un segundo empleo, para ser comerciantes, para cuidar a los hijos sin recursos, para intentar desesperadamente aminorar una insuficiencia salarial que el Estado se niega a resolver.
La evidencia es aplastante: 7 millones 785 mil personas ya trabajan más de 56 horas semanales; entre ellas, dos millones 160 mil mujeres, muchas madres obligadas a abandonar a sus pequeños en una violencia de género institucionalizada que la Secretaría del Trabajo ignora olímpicamente. Reducir la jornada formal sin aumentar el salario real, y sin extender la protección a la mayoría informal, es, lisa y llanamente, una estrategia para engañar el aumento salarial sustancial que la clase obrera necesita y merece. Es perpetuar la plusvalía con otro disfraz.
El Movimiento Antorchista siempre ha denunciado esta manipulación perversa. La 4T, como regímenes anteriores, pretende llenar de miel los oídos del pueblo con promesas grandilocuentes (años luz en el futuro), mientras ignora la raíz del mal: la explotación económica salvaje y la falta de voluntad para garantizar salarios dignos, empleo formal para todos, salud, vivienda, educación y jubilaciones reales.
La reducción de las horas de trabajo a 40 horas no es liberación, es apenas un respiro para buscar más explotación. Sólo la organización consciente y la lucha unificada de los trabajadores podrán romper las cadenas de esta explotación renovada. La historia laboral nos lo grita; sólo falta que los oídos del poder, sordos por diseño, quieran escuchar.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario