La política en México, desde la consolidación de la burguesía nacional como clase hegemónica, es concebida por las clases trabajadoras como una actividad inalcanzable, reservada para un grupo de seres privilegiados a quienes les está dado, por favor divino o gracia de la fortuna, gobernar sobre las masas a las que se pretende ignorantes, incapaces de pensar por sí mismas y, cual rebaño, fáciles de someter y controlar.
Más de un siglo, desde la toma de Palacio Nacional por las huestes villistas, lleva el pueblo cargando ese prejuicio inculcado, en el que se considera solo capaz de dirigir y gobernar a un país a una casta elegida, educada desde su infancia para gobernar, mientras que la gran mayoría de la masa es formada para trabajar. A la vieja usanza prehispánica, parece que existe, más allá de la evidente lucha de clases, una lucha de castas a veces consciente a veces inconsciente, no propiciada ya por la raza, sino por el origen social, en la que el destino decide quién vivirá para trabajar y crear riqueza y quién para gobernar, administrar y apropiarse esta riqueza.
Durante más de un siglo los tecnócratas, afiliados en su gran mayoría al partido emanado de la Revolución Mexicana, el PRI, antes PRM (Partido de la Revolución Mexicana), instituto político que formaba y elegía desde su juventud a aquellos con capacidad para llevar las riendas del país. Se les enseñaba el arte de mandar y el de fingir. Los políticos eran perfectos actores que en cada campaña tenían su escenario en el que, si sabían brillar, aseguraban un futuro de dichas y laureles. Así funcionó por décadas la llamada democracia mexicana.
La literatura nacional llegó, incluso, por un momento, a hacer de esta casta social la protagonista de sus novelas: Morir en el Golfo, El complot mongol, La ley de herodes, son solo algunas de las novelas que buscaban introducir al lector en las entrañas de este grupo que dirigía y timoneaba a toda una nación, sin que en momento alguno fuera llamada a cuentas por nadie, absolutamente nadie.
Los tecnócratas, hombres medianamente preparados, pertenecientes a un grupo social que en su momento podría llamarse burguesía, y entrenados para representar un papel en el circo de la democracia, fueron los amos y señores de la política nacional, aunque, claro, siempre a las órdenes del gran capital mexicano y norteamericano que, en última instancia, decidía quién entraba o salía de este privilegiado sector; tener principios en política era una grave falta castigada con el ostracismo o la muerte. Así, descomponiéndose lentamente, transcurrieron décadas en un proceso donde la decadencia del sistema económico trajo consigo, de manera natural, la decadencia de la clase política.
Poco a poco los argumentos posrevolucionarios desaparecieron, la política nacionalista fue desterrada, y en su lugar el neoliberalismo, injustificable socialmente, exigió una degradación de aquellos mismos tecnócratas que no sabían ya cómo defender un poder esencialmente antipopular. Los otrora estadistas fueron sustituidos por hombres más fáciles de manipular; ahora no sólo se castigaba a quienes pensaran en contra de los intereses del gran capital, es que ahora estaba definitivamente prohibido pensar; los Fox, Calderón y Peña Nieto, fueron los últimos despojos de este grupo fenecido.
En el año 2018 llegó al poder un grupo distinto, con nuevas ideas, enemigo rabioso del neoliberalismo y dispuesto a expulsar de los pasillos de Palacio Nacional, a ese montón de tecnócratas burgueses que habían disfrutado por un siglo de las mieles del poder. Pasaron apenas unas semanas para que para que se hiciera evidente el craso error cometido al elegir a ese grupo pretendidamente redentor. Desde las universidades comenzó el rumor. Viejos profesores, cansados del dinosaurio priista y que entre sus alumnos habían gritado por el cambio, se arrepentían de su decisión sin ninguna autocrítica. Y es que el nuevo partido comenzó a imponer cuadros en todos los niveles con nula capacidad política, deficiente o nula preparación teórica y, en el peor de los casos, con una ignorancia supina que los volvía insensibles a los problemas más apremiantes del pueblo.
Uno pensaría que la gente no tardaría en recapacitar, pero no, décadas de inoperancia política habían hecho a la masa insensible a lo evidente y la educación política brillaba en nuestro país por su ausencia. Gobiernos, municipios, diputaciones y senadurías fueron ocupados por hombres y mujeres cuya principal cualidad era el servilismo. Delincuentes de toda ralea pasaron, cubiertos con la bandera morenista, a ocupar un lugar en el nuevo gobierno. La masa aplaudía, y en el fondo de su conciencia pensaba: “seguro robarán también, pero son otros, ya les toca”. En ningún momento se indignó o levantó la voz por el Poder que nuevamente le arrebataban, era, como siempre, un Poder que nunca le perteneció y que, por lo tanto, era inútil soñar con él.
Hoy estamos a punto de presenciar uno de los mayores cataclismos de la política mexicana. La recién elegida, en medio de un canibalismo indecente, candidata de Morena para la gubernatura del Estado de México, es el mejor y más claro ejemplo de que algo hay podrido en México. Su desempeño político en cada cargo ocupado resultó ser sólo una cadena de errores, corrupción, ignorancia e incapacidad, que enumerarlo sería interminable.
Por vez primera en México, la secretaria de la dependencia encargada de la educación nacional, demostró ser más ignorante que los párvulos a los que pretendía enseñar; una profesora de primaria que no podía ubicar en el mapa Cananea, lugar simbólico de la historia nacional, se encargaba de decidir cómo instrumentar la formación de la juventud. Los moches exigidos mientras era presidenta municipal fueron evidenciados; los agraviados salieron a reclamar, pero pronto fueron silenciados.
Todo México es consciente, incluso los morenistas más fervientes, de que está a punto de gobernar el estado más grande y emblemático de México, una persona con facultades insuficientes para comprender la realidad; quien no sólo no es capaz sino que, además, como ha demostrado Morena en los municipios recién ganados en dicho estado, llevará a la población a padecimientos todavía desconocidos para los mexiquenses. La única cualidad de la flamante candidata, presumida a todas luces y por lo demás, la característica más indigna de todo ser sobre la tierra, es su servilismo, su capacidad de obedecer, de doblegarse, arrastrarse y nunca reclamar o siquiera pensar en pensar. El hombre de palacio nacional no quiere críticas ni objeciones; si el país se hunde necesita de todas formas el aplauso y la obediencia que, como para todo tirano cuya ascensión nada tuvo que ver con la capacidad, la sumisión es la única cualidad admirable.
No es sólo que vaticinemos que Delfina Gómez vaya a empeorar un estado que de por sí está pasando desde hace décadas una crisis social, política y económica innegables; tampoco escribimos estas líneas para sacar a la luz a siniestros personajes hoy enloquecidos de poder, y cuya víctima es aquella que los puso ahí. El objetivo es demostrar que, más allá de lo que de la democracia mexicana se diga y miente, ésta no existe. El próximo año presenciaremos posiblemente el fracaso rotundo de la misma. El poder será ejercido probablemente por la persona menos formada y capacitada para hacerlo, y todo ello con el aplauso y el apoyo popular.
No podemos detener la tormenta con voces de alarma, hay que empezar a trabajar precisamente en la causa del mal, en el hecho de que exista en México la posibilidad de ser gobernados por delfinas y obradores. La tarea por ahora consiste en educar políticamente a las grandes mayorías, haciéndolas conscientes del poder dormido que en ellas duerme. No podemos añorar tampoco el pasado, un pasado de sufrimiento para la mayoría; hay que poner al pueblo en el Poder, mas, para ello, este mismo pueblo debe saber que ese Poder es suyo y, además, alcanzable; el primer paso consistirá, pues, en hacerlo consciente de su fuerza y de su inteligencia que, despertando, podrá evitar que la putrefacción política que sufre México cause daños mayores.
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