MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

POESÍAS

Poesía

El Desconocido

Nepomuceno Volgh
Declama: Pedro Zapata Baqueiro

Cierto que es joven este peregrino,

mas el bordón nudoso del camino

le resta juventud; está tostada

por los soles su faz, está cambiada.

Cierto que el pelo es rubio, crespo y fino

pero la cabellera está empolvada

por el espeso polvo del camino,

¿cómo reconocer al peregrino?

 

Va entrando ya a su tierra,

viene de muy lejano confín,

quizás ha vuelto de la guerra

que se entabló en algún país hermano,

lleva puesta una mano sobre su corazón,

¿qué teme?... que lo mate la emoción.

 

Ha entrado al pueblecillo

por la puerta llamada “del castillo”.

Allí está, con severo semblante,

el aduanero que le mira pasar

sin tocarse el sombrero, ni hablar.

 

Buen amigo fue este hombre del viajero,

juntos los dos cantaron los himnos del país,

desde la escuela,

y mozos ya, lucieron y bailaron

en los festejos mil de la aldehuela.

 

Hoy, la faz del viajero está cambiada,

por el sol, su mejilla está tostada;

cierto que el pelo es rubio, crespo y fino,

pero la cabellera está empolvada

con el espeso polvo del camino.

En vano el aduanero la mirada clavada en él,

¡no conoce al peregrino!

 

El golpe de la pena

deja mudo y temblando al caminante,

mas, pasado ese instante,

el animo serena

y sigue por la arena

camino hacia adelante.

 

La mañana es hermosa,

el sol se ha transformado en una rosa,

en la espigada torre de la aldea,

la esquila voltejea...

y el caminante, mudo por la intensa emoción,

sintiendo un nudo en la garganta,

escucha aquellas notas,

fingiendo que son como gaviotas

que vuelan a llevarle su saludo.

 

Después, sacudiéndose el polvo de los pies,

se dirige a la calle más cercana,

con inmenso interés, sus recuerdos hilvana

para saber cuál es el nombre de esa calle provinciana;

pero ábrase de pronto una ventana

y asoma en ella Inés...

¿Quién es esa doncella tan lozana?

 

Por la brusca sorpresa

que el rostro del viajero ha pintado

primero con un color de fresa

y después con mortal palidez

que se extiende hasta el mentón

matando los colores,

se adivina, se entiende

que Inés es la mujer de sus amores.

Antes de la partida,

era su prometida;

“¡niña hermosa!, le dice reverente,

tal parece tu frente,

un lirio nacarado

por un rayo de luna iluminado...”

 

Mas ella indiferente,

tras de verle en silencio largamente,

vuelve su bello rostro hacia otro lado...

 

No acierta a adivinar que el novio ausente

es ese pasajero emocionado

que en la acera la mira frente a frente.

 

No es extraño, la faz está cambiada,

por el sol su mejilla está tostada;

cierto que el pelo es rubio, crespo y fino

pero la cabellera está empolvada

con el espeso polvo del camino.

Aunque vuelve a fijarle la mirada,

Inés no conoce al peregrino.

 

Ante ese desengaño, con paso vacilante

se aleja de ese sitio el caminante.

¡Cuán fiero ha sido el daño!

dijérase una garra

que el corazón le oprime y le desgarra...

Amarguísimas gotas

le mojan el semblante,

mientras sigue arrastrando sus botas destrozadas

camino hacia delante.

 

Al doblar una esquina,

otro cuadro distinto se domina:

como blanca paloma surge al pronto

la iglesia pueblerina.

Llega hasta allí el aroma del incienso

y abierta se ve de par en par la tosca puerta del recinto;

mas ¿Quién por ella asoma?

bien pronto lo descubre la mirada del viajero;

es una viejecilla de cofia blanca y expresión sencilla

que sale apresurada

y comienza a subir por la empinada callecilla,

mientras él se dispone a la bajada.

 

Queda el viajero en actitud perpleja

porque su corazón así le grita:

“¡Allá viene tu Santa madrecita!”

Mas, conteniendo el ímpetu gigante

que pasado ese instante,

la ha invitado a correr,

a salir al encuentro de la santa mujer,

finge tranquilidad, indiferencia,

y comienza a bajar sin impaciencia;

y cuando ya en mitad de la pendiente

al cruzarse los dos,

él, temblando, murmura solamente:

-“Adiós buena señora, vaya usted con Dios”-

La mujer, en un loco regocijo,

vuelve el rostro, examina al peregrino,

y echándose en sus brazos con sincero ademán

así grita:

“¡mi hijo adorado! ¡Mi hijo!”

 

¿Qué importa que el bordón reste al viajero toda su juventud?

que esté tostada por los soles su faz,

que esté cambiada...

¿Qué importa que no brille el pelo fino

porque la cabellera está empolvada?

La certera mirada maternal

¡Reconoce al peregrino!