En México, el agua nunca ha sido realmente un derecho: ha sido botín político, económico y social. Un recurso convertido en concesión, en moneda de cambio, en premio para quienes ya viven regados de privilegios.
Hoy se debate la reforma hídrica como si estuviéramos frente a una gran decisión civilizatoria, como si el país mirara hacia el futuro con responsabilidad colectiva.
Pero la verdad es más amarga que un vaso de agua caliente: millones de mexicanos siguen sin acceso regular al agua potable mientras unas cuantas empresas concentran volúmenes que superan lo que consume una ciudad completa.
Los tandeos dejaron de provocar indignación porque se volvieron paisaje, abrir la llave es un acto de fe; cargar cubetas es rutina; almacenar agua en tinacos y tambos es parte de la cultura diaria, como si viviéramos en un país que presume modernidad, pero opera con infraestructura fracturada y políticas viejas.

Y mientras las familias racionan el recurso día tras día, existen compañías con concesiones que les permiten extraer miles de litros por minuto, como si hubieran inventado la lluvia.
Las cifras oficiales lo respaldan: según la Comisión Nacional del Agua (Conagua), más del 70 % del agua concesionada en México se destina al uso agrícola e industrial, mientras que el uso público urbano apenas recibe el 14 %. No es casualidad que millones abran la llave y solo salga aire.
El modelo de concesiones es, en la práctica, un feudo hídrico: el agua se compra, se revende, se hereda, se transfiere y se negocia con una facilidad que insulta a quienes deben esperar pipas cada semana.
Los trámites para el ciudadano común son eternos; para las empresas, son preferentes. Así, la Comisión Nacional del Agua se transformó en la ventanilla donde los intereses económicos llevan pase VIP. Y el ciudadano, como siempre, pide permiso para existir.

La reforma hídrica actual promete “ordenar”, “transparentar” y “democratizar” el acceso al agua. Pero en México ya conocemos ese léxico oficial tan bien como conocemos la sequía.
Cuando el gobierno dice que va a “ordenar”, casi siempre ordena quién gana y quién pierde; cuando habla de “transparentar”, suele significar que opacará distinto; y cuando promete “democratizar”, casi siempre significa que intentará tranquilizar al público mientras todo continúa igual.
La historia mexicana con las reformas estructurales es larga y se repite como un ciclo de escasez: mucha retórica, poca transformación.
El problema real es más simple y más brutal: el agua no falta, está mal distribuida. Y está mal distribuida porque así conviene. El Monitor de Sequía de la Conagua reportó en los últimos meses que más del 60 % del territorio nacional enfrenta algún grado de sequía.
Al mismo tiempo, el acuífero del Valle de México, uno de los más sobreexplotados, se extrae al doble de su capacidad de recarga.

A escala nacional, en más del 40 % de los acuíferos se extrae más agua de la que la naturaleza repone. México no es un país seco por naturaleza; es un país secado por decisiones.
En este contexto, la narrativa oficial resulta casi ofensiva: nos piden ahorrar agua, cerrar la llave mientras nos enjabonamos, regar menos las plantas, bañarnos en tres minutos.
La responsabilidad del desastre recae en el ciudadano, nunca en los grandes usuarios. Qué conveniente. Mientras millones de hogares racionan su consumo, las industrias perforan, succionan y embotellan hasta el último hilo del subsuelo.
Tú ahorra; ellos facturan. Tú guardas una cubeta de agua jabonosa para el inodoro; ellos tienen permisos para extraer volúmenes que equivalen al consumo de una ciudad.

La reforma del agua debería ser una declaración de futuro, pero para que eso ocurra, México tiene que enfrentar la pregunta que nadie quiere hacer porque la respuesta desnuda intereses profundos: ¿Queremos un país donde el agua sea derecho o mercancía?
No se trata de ecología solamente, no se trata de eficiencia, ni de contadores inteligentes, ni de modernización del sector hídrico. Se trata de decidir si el agua, la vida misma, seguirá siendo un bien común o seguirá en manos de quienes la administran como propiedad privada.
El Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) advirtió recientemente que dos tercios de los municipios del país podrían enfrentar problemas graves de abastecimiento en los próximos cinco años si no se corrigen los patrones actuales de consumo, extracción y concesión. No es discurso alarmista: es diagnóstico técnico, está documentado y medido.
La crisis hídrica que se avecina no será una sorpresa, será el resultado directo de decisiones omitidas, de autoridades que no actuaron con apego al derecho humano al agua, de gobiernos que administraron un recurso vital como si fuera mercancía.
Lo que está en juego no es la política hídrica de una administración: es el futuro del país. Si no rompemos el régimen de concesiones tal como existe hoy, no estaremos salvando el agua; estaremos salvando el negocio.
Lo quieran o no las autoridades, el agua debe dejar de ser privilegio y volver a ser derecho. No basta con regularla; hay que desprivatizarla. No basta con redistribuirla; hay que garantizarla. No basta con administrarla; hay que protegerla de quienes la han visto como botín.
El tiempo como el agua se están agotando y llegará un día en el que no tendremos ni lágrimas suficientes para llorar la sequía.
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