Pocos pueden ignorar que cuando la educación superior y la de posgrado tienen problemas de calidad y excelencia, incluyendo planes y programas de estudio, maestros y mecanismos de evaluación se deben remontar a la educación básica.
Si bien las estadísticas de la OCDE, Ceneval, Pisa, Enlace, Conacyt, nos colocan en serias desventajas respecto a otros países miembros y no miembros de los organismos anteriores, también es cierto que nos negamos a reconocer el papel central que juega el maestro con su ejercicio en el éxito del sistema educativo.
Como fundamento de lo anterior, tenemos que muy pocos docentes y egresados de los diferentes niveles educativos logran leer, escribir y hacer operaciones matemáticas con decoro académico. Otro aspecto descuidado en nuestro modelo educativo es el tipo de individuo que se forma, sin posibilidades de pensamiento crítico, analítico, sintético y propositivo, pero sobre todo dispuesto a refutar y ser refutado en sus esquemas.
La investigación educativa también ha mostrado que los resultados de las pruebas estandarizadas son insuficientes por sí mismas para orientar el diseño de las políticas educativas debido a que para realizar esta tarea se requiere la consideración de una gran cantidad de aspectos del contexto escolar y social que, por sus propias limitaciones, las pruebas no son capaces de mostrar.
En esta misma línea, adaptar en nuestro país las políticas instrumentadas en los países que han resultado exitosos en la resolución de las pruebas PISA no parece ser una buena opción, pues las políticas y los resultados de estas no funcionan de la misma manera en todos lados; es decir, es necesario contextualizar en cada país tanto la interpretación de sus resultados en este tipo de pruebas, como las decisiones que se puedan tomar con base en estos resultados.
Bajo este contexto, en México las deficiencias del sistema educativo nacional se agravaron aún más a raíz de la pandemia de la covid-19, ya que el cierre de escuelas durante casi dos años provocó un retroceso de los estudiantes en todos los niveles, además, el INEGI realizó una revelación extrema: 5.2 millones de estudiantes quedaron fuera del ciclo escolar 20-21 por pandemia y pobreza; 2.3 millones de niños y jóvenes no se inscribieron por motivos asociados a la pandemia y 2.9 millones desertaron por falta de recursos económicos y la necesidad de trabajar para apoyar la economía familiar. La SEP no pudo contener la deserción escolar porque las familias no tenían los recursos económicos suficientes y no hubo apoyos institucionales.
La crisis educativa, derivada de la pandemia, muestra con toda claridad que la desigualdad en México se ha profundizado. La diferencia entre los 1.2 millones de estudiantes que anualmente se iban de la escuela y los más de 8.8 millones que encuentra el INEGI es enorme, y los que se han ido más son los niños y jóvenes más pobres, los olvidados de siempre.
Sumando este nuevo contexto a la educación en nuestro país, aunado al deterioro físico de los espacios educativos, nos alejamos aún más de la meta de alcanzar la calidad y excelencia educativa que exige la prueba PISA.
Por ello, las consecuencias críticas de la educación en México representan un grave problema a atender. Se necesita un nuevo tipo de educación para los menores, que sea de naturaleza interactiva y social y que apoye tanto su desarrollo socioemocional como académico. Esto podría implantarse si la realidad económica mejora y si el gobierno y las autoridades educativas lo permiten. Sólo así podríamos alcanzar la excelencia educativa.
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