Desde hace más de dos décadas, México vive atrapado en una narrativa política que, lejos de unirnos, ha profundizado las grietas sociales. La historia reciente del país no puede contarse sin reconocer el papel central que ha tenido el discurso de división impulsado desde la arena electoral por quien sería, años más tarde, presidente de la república.
México necesita un alto inmediato al discurso que enfrenta a sus ciudadanos para que la pluralidad y la organización del pueblo puedan abrir camino a una vida social menos polarizada y más justa para todos.
Andrés Manuel López Obrador construyó su identidad política desde antes del 2006, cuando fue por primera vez candidato a la Presidencia de la república, bajo una lógica de confrontación abierta: los “buenos” contra los “malos”, el “pueblo” contra los “privilegiados”, él contra todos.
Ese candidato no dudó en señalar a los empresarios como enemigos del proyecto nacional, sembrando la idea de que la clase productiva vivía de espaldas al país y que el progreso económico era incompatible con la justicia social. Su narrativa encontró eco en una ciudadanía lastimada por la desigualdad, pero también abrió una brecha peligrosa entre mexicanos.
Para 2012, cuando volvió a perder la elección presidencial, López Obrador modificó su lectura del país. Ya no era suficiente con acusar a los empresarios; ahora su discurso incorporaba una comprensión más clara, aunque no necesariamente más honesta, de que el verdadero poder en México era también económico, su narrativa se volvió más compleja, pero no menos incendiaria. Señaló a “la mafia del poder” como responsable de todos los males nacionales, creando un enemigo abstracto, difuso, pero útil para movilizar agravios.

En 2018, finalmente en la presidencia, lejos de abandonar la retórica de confrontación, la profundizó. Nacieron los términos “fifís” y “chairos”, categorías simplistas pero efectivas para descalificar al otro.
El país quedó etiquetado: quienes apoyaban al gobierno eran “el pueblo bueno”; quienes criticaban, “los conservadores”, “los corruptos”, “los enemigos de la patria”. Esa carga de hostilidad permeó todos los espacios: la política, los medios, el trabajo, la familia.
No sólo se fracturaron opiniones; se fracturaron relaciones humanas. La violencia verbal se normalizó, y con ella un clima de polarización que ha lastimado gravemente la vida social y económica del país.
Hoy, con el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, el discurso no ha cambiado, por el contrario, parece repetirse como una doctrina heredada. En su reciente acto en el Zócalo, la mandataria habló de quienes la critican como enemigos que deben ser enfrentados, como si la pluralidad política fuese una afrenta personal y no un pilar democrático.
¿Cómo puede gobernarse a una nación diversa cuando se dirige a una parte de ella como adversaria? ¿Cómo puede pedirse unidad mientras se siembra desconfianza?

Todo esto ocurre en medio de una realidad dolorosa: México atraviesa una crisis de inseguridad que desborda territorios, una economía debilitada, un desempleo creciente, un sistema de salud fracturado, retrocesos educativos y una infraestructura en decadencia. Frente a estos desafíos, las respuestas del gobierno han sido insuficientes y, en muchos casos, irracionales.
Las llamadas “obras faraónicas” siguen sin demostrar resultados concretos. El Tren Maya acumula daños ambientales, sobrecostos y retrasos; el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles no ha logrado el tráfico aéreo prometido; la megafarmacia que se anunció como la solución definitiva al desabasto resultó ser un fracaso monumental.
Ahora, como una salida improvisada, se anuncian pequeñas farmacias o módulos que más parecen estantes publicitarios que instalaciones dignas para garantizar un derecho tan básico como el acceso a medicamentos.
Es una burla a la inteligencia del pueblo mexicano y un verdadero gasto innecesario que terminaremos pagando los más pobres de este gran país.

Mientras sus megaproyectos siguen gastando más de lo que generan, el discurso oficial continúa atacando a los sectores que sí exigen resultados.
Campesinos y transportistas que protestan por mejores escenarios de competencia y mayor seguridad en carreteras han sido criminalizados desde la mañanera, señalados como manipulados, radicales o violentos, cuando lo único que piden es ser escuchados.
También las madres buscadoras, símbolo del dolor más profundo que atraviesa México, han sido minimizadas y descalificadas por atreverse a exhibir la incapacidad del Estado para encontrar a miles de desaparecidos. ¿Qué mayor muestra de insensibilidad puede haber que desacreditar a quienes buscan a sus hijos?
El sector periodístico, el magisterial, educativo, de salud, minero y muchos otros más también han sido blancos de ataques y descalificativos por parte de los actores políticos que ven en los reclamos un acto de desobediencia ante el régimen actual.

Frente a todo esto, el país necesita urgentemente un alto al discurso que divide, México no puede seguir avanzando con la mitad de su población tachada de enemiga. La democracia requiere crítica, diálogo, diferencias; lo que no necesita es odio.
Hoy más que nunca, la unidad nacional debe ser la prioridad. Las fuerzas políticas actuales, atrapadas en sus propias batallas y discursos de desgaste, no representan el camino del progreso.
Un verdadero proyecto popular no nace de la cúpula del poder: surge desde las entrañas del pueblo, de su capacidad de organizarse, de su voluntad de construir un país más justo.
Los mexicanos debemos mirar hacia la unión, la fraternidad y la lucha colectiva. Un país dividido no puede avanzar; un país reconciliado puede transformar su destino.
Ese cambio profundo que todos anhelamos no vendrá de quienes usan la palabra para dividir, sino de quienes la usan para llamar a la organización, a la educación y a la lucha para construir una sociedad más justa para todos.
Es momento de dejar atrás el discurso que nos enfrenta y construir el país que merecemos: uno donde la diferencia no sea enemistad, donde la crítica no sea traición y donde la política vuelva a ser un puente, no un muro.
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